viernes, 29 de agosto de 2008

Notas inconclusas




Obra del artista cubano, Roberto Fabelo.








golpeamos con los nudillos en la ventana

y la tempestad se estrella contra la acera

calla

niega la soledad / anula



nos paramos en el cuadrante

sacamos las llaves

y nos dejamos caer abismalmente



hay zócalos que esconden

esa persona plural / única / corrosiva (a veces)

ese nosotros de modestia

que nadie encuentra



entonces cierro la puerta ((nave-de-silencios))

y tropiezo con el ordenador paciente



su pantalla oscura muta /

emite señales imprecatorias

amaga con dejarse tocar

consigue que le observe de reojo

(demudado el rostro)



ahora no quiero penitencias

sólo el recuerdo de algunas notas inconclusas

que alguien no mereció.



Trabajo de creación colectiva

Paula Varela

Juan Carlos Rivera

jueves, 28 de agosto de 2008

El arca de Noé







Obra del artista cubano, Roberto Fabelo.










Es cierto: el derecho a ser héroes se conquista”
Slogan revolucionario



Hemos perdido la tierra desde que comenzó el diluvio,
en esta diminuta arca sólo se escucha el ronquido
de ratas y palomas,
feliz destinos para las aguas feroces
que terminarán inundándolo todo con la procacidad
de buscar un nuevo orden.
Sostuve la centella azul con mis dientes,
pero nunca me fue entregada la llave para llegar
a paraíso firme. Anduve, caí, adopté la risa del pez
con la llama y su eterno crepitar de lentejuelas
circulando muy cerca de las alas del diablo,
sólo que el mar borró, una vez más, mis huellas
sobre la arena.
Gocé de las pesadillas en la oscuridad del foso
imaginando recalar en una ribera sin la memoria
de otra partida.
Alguien torció la cuerda en medio de la tempestad
y algunos corazones frágiles escucharon el tañer
del arpa con sonrisas de vencidos a la deriva.
Nuestra suerte esta escrita: somos un amasijo
de bestias y ángeles con una costumbre enfermiza
para las tristezas y los perdones.
Sólo unos pocos siguen buscando un puerto seguro
donde recostar su espalda o una playa desierta
sin arenas movedizas.
Mientras, yo escribo e imagino bienvenidas
en este río rojizo adonde no llegará el arca
con su angustiosa manía de no alcanzar el horizonte.

Buenos Aires, sin mar.

miércoles, 20 de agosto de 2008

Ciertos festejos nocturnos








Obra de la pintora cubana, Amelia Pelàez.








“Para que se abran los caminos
es menester empezar a abandonar los atajos”
Lidia Cabrera, en Cuentos Negros.


Alguna vez soñamos con recuperarlo todo,
desde la ventana azul, repleta de termitas
hasta el escaparate antiguo y aquel juego de
cuarto de la abuela rica, aquel biombo laqueado
de blanco-inmaculado con pequeñas figurillas chinas
que hacían mohines a los transeúntes y
buscaban en los zaguanes el lugar preciso para su
rito de geishas pudorosas con cintas de seda en los pies.

Deliramos con entrar y salir a piaccere
(trazar una nueva orilla)
dentro de aquella casa con olor a arenas movedizas
(como aquel caimán de isla)
que cierto huracán caribeño, con nombre de mujer lasciva,
arruinó y lanzó al mar terminando de cuajo con una infancia
que jugó a empinar papalotes en sitios equivocados y a
dejarse llevar por chivichanas cuesta abajo por las empinadas
calles de una ciudad decadente y ruinosa, casi a oscuras
que aún se ufana de sus trofeos de guerra como dama indigna
y luego se tapa la cara con un abanico para que no veamos
tanto rubor en las mejillas y las ojeras del hambre y las malas noches.

Ahora estremecido por momentos del bochorno de la tarde
escuchamos a mi hijo con su trompeta romper la mudez
del nuevo barrio, (esa Flores Sur-Habana bella)
con su partitura dedicada al fantasma de la ópera
y le vemos crecer tan de repente en el exilio porteño
malabrigado y andarín entre retumbes de tambores y
bufandas perdidas en sitios oscuros
comiendo ravioles y empanadas salteñas donde le sorprenda
la noche o bajo las bóvedas catalanas de una casa expuesta
a todas las miradas furtivas y los comentarios extramuros
por su color demasiado rojo para ser “decente”, según
chismorrea mi vecina.

Todo ha cambiado, pero sigo preservando ese árbol que
se cuela sin permiso por la ventana y salpica con sus hojas secas
(los días bonaerenses)
como el que tenía en la isla cuando se esfumaron mis extraños sueños
bajo una bandera pálida y alguna consigna que repetí hasta
(el desgano-inanición)
cuando comprendí que no puede ser opción legítima la Patria o la Muerte
(¡al pueblo denle la Vida!/No hay derecho; diría en mis días
de discursos panfletarios).
En mis bolsillos me traje aquellos pequeños huevos de codorniz
que mi padre freía en la vieja sartén del patio para ser mejor marido,
el San Lázaro de yeso de mi madre que me protege
y el mantel blanco que mi abuela zurcía con una aguja de plata
adquirida en un concurso televisivo promovido por el
aséptico Jabón Candado,
aquel lino blanco de pichón, salpicado de frutas alegres, que
era su principal orgullo los domingos cuando alistaba su mejor
almuerzo “de pobres, pero con dignidad” y nos sentaba a todos
cansinamente en la mesa
como-un-destino-rito-familiar-irrevocable.

Con qué espejos nos miraremos dentro de algunos años
(en esta geografìa de circunnavegante/en este espacio sin fronteras)
cuando olvidemos entre la confusión del vino y las noches de otro sitio
bajo la lumbre de un hogar-ave de paso demasiado tibio, que juega a ser el trópico
todas las canciones de Omara Portuondo que cantamos
y aquella pañoleta azul alondra, cual vórtice de silencio-ojo de tempestad
que siempre guardamos por temor a perder la niñez para siempre.

Y pensar que han pasado casi cincuenta años pero sigo hablando con el
plural de modestia, que me enseñó mi primera maestra
en una ignota escuelita de barrio
y cargo con esa tribulación constante de peregrino-desata nudos,
quebrando guettos, trazando nuevas cartografìas
y cargando maletas al rescate de una extraviada fe,
con aquella premonición-nave-de-añil-que-me-flagela,
intentando borronear (ya sin censura) todo lo que se me antoje
en la corteza de los árboles/
aunque no perduren ni siquiera los malos restos
de-mis-pasados-festejos-nocturnos.

Juan Carlos Rivera Quintana, 19 de agosto/08, tranquilidad de la oficina de prensa.

domingo, 17 de agosto de 2008

Foto recién




Foto tomada recientemente en casa, con mi perro Coco, después de mis vacaciones.

sábado, 16 de agosto de 2008




"Songbird" (Canción de pájaros), interpretación de Eva Cassidy (the voice of an angel).

YA NO MIRO HACIA ARRIBA




Obra del artista cubano, Kcho.




El olor del potaje de chícharos, con chorizo español, y de la merluza dorándose en plena sartén, salía por la ventana de la cocina de la vecina y era casi un sabotaje a mis tripas, pegadas al espinazo. Estela, era una negra color aceitunado con más arrugas que pelos en la cabeza, que se jactaba de sus conocimientos frente a la cocina Piker, y bastaba con que uno dijera con cara de hambriento: ¡que ricos olores vienen de esa casa!, para que a ella se le iluminara el rostro y empezara con esa sonrisita de mamita yo no fui el que le metí el dedo a la sopa. Después, casi siempre recibía mi recompensa: un plato de chícharos con papas y sabor a chorizo (porque de chorizo nada) o un buen majarete o un arroz con sorpresas, como yo le bauticé aquel arroz con vegetales y cierto sabor a pollo, proveniente de una pastilla de concentrados Maggi, de las que se compran en la shopping para luego engañar al paladar y creer que se está comiendo jamón, pollo o carne, aunque en la práctica sólo sea pura ilusión.
Ese día Estela salió como de costumbre al oír mis elogios, pero apenas balbuceó palabras; intentó fingir una sonrisa, pero sólo consiguió una mueca más parecida a los últimos estertores de una enferma de enfisema, en fase terminal. La noté nerviosa y hasta medio cansada. Se colocó con cierta coquetería los pequeños lentes sobre la nariz y entonces reparé en los ángulos casi perfectos de su cara y en aquellos ojos pardos de naranjo en flor, escondidos detrás de unos espejuelos plásticos poco elegantes, de los que se venden, como única opción, en todas las ópticas habaneras. Debió ser muy linda de joven la muy condená, me dije, y hasta pensé en la cantidad de hombres que aquella negrona - tan parecida a la descripción femenina de aquella canción que hablaba de “la boca de concha nacarada, la mirada imperiosa y el andar señoril”, que hizo Corona para su inmortal Longina- debió haberse “levantado” cuando chancleteaba por los solares de su natal Jesús María.
En aquel momento, Estela sólo me confesó que estaba durmiendo mal por culpa de un sueño muy raro que se le repetía incansablemente durante todas las noches como se repiten las malas películas y los malos programas en la televisión de verano.
--¿Entre tantas penurias, me estaré volviendo loca?, inquirió.
No pudo hablar más; se produjo un acostumbrado, y casi planificado, corte de luz y alguien gritó inesperadamente, con todas las fuerzas de sus pulmones, desde el edificio vecino: ¡Cojones, es mejor estar en una cueva en el Paleolítico, que vivir ya en este país!. La frase desesperada e ingeniosa nos arrancó rápidamente a ambos sonoras carcajadas, a pesar de la oscura desgracia que se nos reservaba para toda la noche entre calor, mosquitos y penumbras. Comprobé, una vez más, ese espíritu jovial y jodedor del cubano frente a las desgracias e inmediatamente pensé en que eso era precisamente lo que nos salvaba de un suicidio colectivo frente a la falta de todo. Ahora, también de luz y aire, y entré a buscar mi penca de guano para intentar espantar la soledad, el calor y el no poder hacer nada en cuatro o cinco horas. Sólo entonces y para paliar mi depresión me consideré dichoso por tener un radiecito, de pilas, donde escuchar lo de siempre: algún programa de música campesina con notas sobre el sobrecumplimiento de las cosechas o de boleros quejosos.
Al día siguiente, cuando la volví a ver en la mañana, le dije que me contara aquel sueño que le quitaba la calma y recuerdo que puso cierta cara de recelo y murmuró : --Si uno anhela de verdad una cosa, no debe decírsela a nadie, confesó con su habitual desconfianza y misticismo de mujer sola. Contigo voy a hacer una excepción porque siempre me has dado buena energía y te quiero como al hijo que perdí en África por una guerra de locos y políticos. Sueño, hasta doce veces en la noche porque las puedo contar, que estoy parada en medio de un apacible valle, repleto de sol y árboles frutales y con un riachuelo muy cerca que no veo, pero del que puedo sentir y oler su fresca corriente de agua transparente y su tierra mojada. A mi alrededor, una bandada de codornices comen y hacen el amor, sin ningún espanto. De tanto estar entre ellas, yo también quiero volar y en el sueño empiezo a hacer los primeros intentos. Aunque todavía no he decidido qué rumbo voy a tomar; quizás a donde me lleve el viento, concluyó con cara de quien está muy segura de un cambio favorable de vida y se perdió, nuevamente dentro de la vivienda.
Recuerdo que la primera percepción de todos aquellos extrañas transformaciones y desvaríos de Estela la tuve dos días después de aquella conversación de huye que te cojo, cuando me hablaba desde su patio y de frente al sol y percibí ciertos movimientos espásmicos de su espalda. Su voz, ya apenas inaudible, era casi un susurro canoro, un cantar de ave escurridiza y distante. Estela, psíquicamente, no estaba entre nosotros. Entonces reparé con mayor detenimiento en ella y comprobé que, en la medida en que transcurría el tiempo, también su cuerpo se iba tornando más grisáceo, encorvado y débil. Me parecía que los ciento ochenta huesos de su esqueleto se estaban aligerando y quizás por ello cada vez que una pequeña corriente de viento la rozaba, la movía como si fuera a llevársela para siempre. Sus manos, cada vez más cortas y delgadas, empezaban a convertirse en un apéndice insignificante de aquel etéreo tronco y hasta observé cierta pelusilla en su cabeza que semejaba más a las plumas de un ave que al decadente pelo de una anciana. Entonces, le reproché la falta de olor de su cocina para hablar de otro tema y me confesó que hacía seis días que no prendía el fogón, pues ya sólo sentía predilección por los granos:
--Estoy gastando en el mercado negro todo el dinero de la pensión en comprar maíz tierno y molido. Esto es lo único que ya apetece y tolera mi estómago. Cuando una va para vieja hasta los intestinos se te transforman, dijo como intentando buscarle una justificación a sus nuevas inclinaciones alimenticias.
Aquel día me encontraba en el patio de casa, colindante con el de ella, y mis ojos se metieron, sin quererlo, a través de la ventana de su cuarto. Con la agudeza de mi vista, entrenada para la lectura del tiempo y la búsqueda, por satélites y pantallas de radares, de corrientes marinas y frentes fríos, pude alcanzar a ver cada rincón de la pequeña estancia, donde Estela, rezaba y prendía una vela a la Caridad del Cobre. Allí, parada frente al altar de sus santos milagrosos buscaba la paz que tanto deseaba y pedía sus deseos. Desde mi posición alcancé, también, a divisar tres gladiolos blancos y un príncipe negro que tenía en su mano derecha y que no dejaba de pasarse por todo el cuerpo desnudo. Se estaba haciendo su limpieza semanal para espantar los malos espíritus y los malos momentos, como ella gustaba decir. Fue entonces que mi vista se detuvo, con asombro, en la espalda. Yo estaba a casi ocho metros de la escena y podía describir claramente dos medianas alas que, recogidas sobre sus omóplatos casi terminaban de llenarse de plumas grises y blancas. En un momento de aquella ceremonia las pudo abrir y revoloteó como una avecilla en proceso de vuelo. Hasta pensé que iba a tropezar su cabeza contra la lámpara de cristal del techo.
Confieso que sentí una sensación de tristeza, más que de pavor, por lo que estaba mirando. Me deprimía imaginar que un día ella no estaría más con su conversación aguda y dejaría de sentir los olores que salían de su cocina. En los últimos tiempos ya casi me estaba acostumbrando a perder a mis seres más allegados. Se había hecho una rutina el partir.
En esas reflexiones andaba cuando mis ojos tropezaron con los de Estela, ahora en medio del patio, totalmente desnuda no sólo de cuerpo. Parecía también desnuda de alma. Me miró sin pronunciar palabras; ya con la nostalgia de quien, resignada pero feliz, lo abandona todo y estiró sus alas grises, ahora más grandes que nunca, y comenzó a aletear con la elegancia de una codorniz entrenada para largas rutas. En segundos, Estela no fue más que un punto en el cielo. No sé si con idea de retorno porque no me dijo nada. Me quedé por un tiempo largo mirando la inmensidad azul y vi pasar otros muchos puntos grises. Desde entonces juré no mirar nunca más hacia arriba y, hasta hoy, sigo cumpliendo mi promesa.
Sólo entonces, entré a mi casa con el pesar de quien ha perdido un familiar o con la alegría de quien le ha nacido un nuevo descendiente que puede elegir su propio camino. En la sala, mi achacoso radio ruso- marca Selena- dejaba escuchar la guitarra de un trovador de moda que repetía hasta la saciedad y con voz desesperanzada:” Si yo tuviera talento, mi vida, mi vida, me cortaría las alas”.

Por: Juan Carlos Rivera Quintana.

domingo, 10 de agosto de 2008





El cantautor cubano, Polito Ibañez, en uno de sus conciertos del pasado año, en La Habana; al final interpreta a capella su canción: "Cuando se abre una puerta".

sábado, 9 de agosto de 2008

Fotos de viajes




Ruinas jesuíticas San Ignacio, prov Misiones.

Fotos de viajes



Cataratas de Iguazú, lado argentino.

Fotos de viajes



Vacaciones recientes, en las Cataratas, Foz de Iguazú.

Astillas









Obra del artista cubano, Ernesto García Peña.








"Cada uno crea
de las astillas que recibe".

Juan José Saer, de El arte de narrar.



de la arboleda del abuelo
no queda
más que el leve roce
de las amarillentas hojas
del mango/
la calma extraña de la flor blanca
de los naranjos/
donde jugaba a las escondidas
intentando que siempre me hallaran
para perderme.
también sólo persiste el raro hedor
del almendro/
donde una vez sangré toda la infancia,
con un pico de botella ambarino
en el que abuela guardaba
su aceite de hígado de bacalao
para su tos convulsa,
después de masticar su tabaco en las noches,
bajo la luz brillante del quinqué de querosìn.
de aquel mamoncillo que daba a la ventana,
de la cocina de tablas pulidas
como un puente para escapar de ciertas
novelas que se hacían rosa en la vega
sólo aguardan las raíces afincadas
en la tierra colorada
como un puñado de piedras,
que gastaban mis zapatos colegiales
y de domingo
camino a la mata de anón
en la búsqueda de aquellos nidos de tomeguines,
que nunca
tocaba por temor a desatar un maleficio
de madre pájara ultrajada
por un pésimo cazador furtivo;
era sólo un observador asombrado
entre cuerpos reales de palmas erguidas
que jugaban a lanzar sus racimos
para alimentar el corralón de chanchos
que terminaban sus días envueltos entre
hojas de guayaba/
y sazones campesinos de ajo, naranja agría
con ajíes de la puta de su madre,
acostados sobre parrillas humeantes de algarrobos
con olores "levantamuertos";
entrar a la arboleda demiurga y centenaria
era como un ritual oscuro,
que me dejaba casi exangüé
donde se desanudaban los conjuros
de la vieja Mercé
entre cintas de todos los colores
y jícaras de coco/
rocíadas con aguardiente de caña de azúcar
que alguien (nunca supe quién)
ofrendaba a los dioses para romper sortilegios
y alargar la vida terrenal de la familia.
Hoy que ni abuelo, ni abuela, ni madre
están conmigo (pero me acompañan)
siento aún cuando la puerta del gran comedor
se abre en las madrugadas y la abuela
filtra el agua del pozo sobre la piedra porosa
con destino a la tinaja siempre fría,
preparando el desayuno y haciendo el pan
en el horno de barro,
que le regaló su madre (en señal de aprobación)
cuando decidió escaparse
para siempre con mi abuelo
en un alazán cerrero y blanco;
a lo lejos aún escucho el mugir de la vaca "Paloma"
con sus tetas hinchadas y dolorosas de tanta leche
y huelo el aroma dulzón de la marmita y el carbón
por la mermelada de la frutabomba/
(más conocida como papaya)
por su semejanza a un sexo abierto de mujer;
cierro los ojos y aún estoy allí
bajo la arboleda/
queriendo (siempre vanamente, ahora sé) detener
ese terrible enemigo -cono de sombra - que
tardiamente identifiqué: el tiempo
aquel veneno que todo lo difumina y devora.

Sábado 9 de agosto, de regreso a Buenos Aires, desde Foz de Iguazú.

viernes, 1 de agosto de 2008

Anunciación de otro milenio









Obra del artista cubano, Ernesto García Peña.







"Somos la mitad de un dios

sacrificado entre piedra y ternura"

Intimo delirio, de Edgardo Gugliermetti.


Te creíste con inocencia la leyenda del bandoneón desafinado

en una esquina/ mortaja vulnerable atravesada en la boca de Dios

cual garganta desafiando la penumbra

que se persigna y enmudece para cambiar el rumbo.

De norte a sur viaja siempre la multitud que aguarda

concierto de presagios con olores a noticias tristes y a

muchedumbres flotando en medio del mar hondo,

naufragios de venas tibias con máscaras para la

hora de los simulacros / pretexto convertido

en piedra sumisa de tiempo oscuro allí donde no llegó la luz.

Oigo un chasquido de pies que vaticinan las fogatas/

sin banderas blancas no habrán más enfrentamientos/

un rey de bastos se transforma en tempestades que saben a palabras/

se respira desperdicios de puerto y los cañones comienzan

a derrumbar las fortalezas y los postigos vírgenes.

¿Buscaremos otros refugios?

Sobre la brisa mojada siempre quedará la tierra que no pude llevarme

mis juguetes abandonados y las esquelas que no leí por equivoco.

Mientras tanto, seguiremos frente al Río que muere de tedio

entre artículos amarillentos y señores que lanzan sus últimos suspiros

a la entrada de los puentes donde los ángeles custodian

la liturgia sagrada de la Anunciación del Nuevo Milenio.