jueves, 23 de octubre de 2008

Almanaque con fotografía en sepia de La Habana.





Obra "La mujer y los mameyes", del artista cubano, Cundo Bermudez.








“¡El miedo se engañó! Fue el miedo. El miedo
y la vigilia del amor sin lámpara”.

“El miedo”, de Dulce María Loynaz


“(...)la boca se nos llenó de tierra/
como a los muertos” y el almanaque en sepia
de la pared del cuartucho/
fue árido escondrijo para degustar aquellos paraísos
engañados, donde un perro hambriento aspiraba el aire del mar,
su única riqueza cuando el sol abrasaba evaporándole los sesos
y entumeciéndole la lengua, dejándolo mudo para siempre./
Era como una instantánea, un click de obturador
de fotógrafo de circo
que guillotinaba esa décima de segundo estentórea
que la retina no podría almacenar para siempre/
líquido opalino-amarillento-semejante a orine-a aguardiente extra brut
procedente de algún cañaveral pinareño de guajira alcurnia
o de algún mural de aeropuerto descartable,
en el que nunca se reparaba
y donde sólo interesaban los documentos y permisos de salida.
Entonces el agua, que caía en el patio, proveniente del aljibe
era el consuelo/ dulce como la melaza se oxidaba la tarde
entre el gozne del portón de ocuje centenario y sobre
una maltrecha mesa los naipes se amontonaban
guarecidos en las nigromancias de las sombras/
como proyectadas celadas/
marcados, ultrajados, manchados de aceite y esperma,
estaban allí para dar cuentas y pesares (o no)/
para servir de memoria, de mozo de estación
en paraje vulgar sin gentes,
quizás con el ánimo de evocar deleites pasados/
como manchas de humedad en la pared
del último aposento (parafraseando a la “Poeta de las Piedras”).
Parecían emerger entre el amasijo de mariposas y el único geranio/
cerca de la Santa Rita y las cigarras cantoras
pero sólo apuntalaban la glorieta para desenterrar a los espíritus
para inundar la tarde con cierto olor a difuntos en franca salida.
Sólo la puerta cancel del patio se mantenía viva
dejando escuchar su desafinado villancico de pasado siglo.
Afuera, los claxon vocingleros le jugaban
una mala cita a las remembranzas/
lenguaraces parecían malograrse en la neblina matinal
como espectros cansinos que no van a islote alguno.
Por la ventana, un jardín-selva cercaba ese proscenio
dándole un toque de bolero de ocasión para almas
enclaustradas, exentas del mundanal ruido
mientras la chusma chancleteaba y gozaba.
Adentro, una pequeña vela encendida sin sobresaltos,
jugaba con aire lóbrego a desviar destinos
imprimiéndole cierto toque contemplativo a la escena/
al retablo de aquel conventillo de escalera pútrida,
que lloraba ociosamente cuando los mortales no osaban pasar
para pintarrajear en las paredes sus mensajes de socorro.