lunes, 2 de febrero de 2009

Almanaque con fotografía en sepia de La Habana



Obra del artista cubano, Cundo Bermúdez.



“¡El miedo se engañó! Fue el miedo. El miedo
y la vigilia del amor sin lámpara”.

“El miedo”, de Dulce María Loynaz


“(...)la boca se nos llenó de tierra/
como a los muertos” y el almanaque en sepia
de la pared del cuartucho/
fue árido escondrijo para degustar aquellos paraísos
engañados, donde un perro hambriento aspiraba el aire del mar,
su única riqueza cuando el sol abrasaba evaporándole los sesos
y entumeciéndole la lengua, dejándolo mudo para siempre./
Era como una instantánea, un click de obturador
de fotógrafo de circo
que guillotinaba esa décima de segundo estentórea
que la retina no podría almacenar para siempre/
líquido opalino-amarillento-semejante a orine-a aguardiente extra brut
procedente de algún cañaveral pinareño de guajira alcurnia
o de algún mural de aeropuerto descartable,
en el que nunca se reparaba
y donde sólo interesaban los documentos y permisos de salida.
Entonces el agua, que caía en el patio, proveniente del aljibe
era el consuelo/ dulce como la melaza se oxidaba la tarde
entre el gozne del portón de ocuje centenario y sobre
una maltrecha mesa los naipes se amontonaban
guarecidos en las nigromancias de las sombras/
como proyectadas celadas/
marcados, ultrajados, manchados de aceite y esperma,
estaban allí para dar cuentas y pesares (o no)/
para servir de memoria, de mozo de estación
en paraje vulgar sin gentes,
quizás con el ánimo de evocar deleites pasados/
como manchas de humedad en la pared
del último aposento (parafraseando a la “Poeta de las Piedras”).
Parecían emerger entre el amasijo de mariposas y el único geranio/
cerca de la Santa Rita y las cigarras cantoras
pero sólo apuntalaban la glorieta para desenterrar a los espíritus
para inundar la tarde con cierto olor a difuntos en franca salida.
Sólo la puerta cancel del patio se mantenía viva
dejando escuchar su desafinado villancico de pasado siglo.
Afuera, los claxon vocingleros le jugaban
una mala cita a las remembranzas/
lenguaraces parecían malograrse en la neblina matinal
como espectros cansinos que no van a islote alguno.
Por la ventana, un jardín-selva cercaba ese proscenio
dándole un toque de bolero de ocasión para almas
enclaustradas, exentas del mundanal ruido
y la chusma chancleteaba y gozaba.
Adentro, una pequeña vela encendida sin sobresaltos,
jugaba con aire lóbrego a desviar destinos
imprimiéndole cierto toque contemplativo a la escena/
al retablo de aquel conventillo de escalera pútrida,
que lloraba ociosamente cuando los mortales no osaban pasar
para pintarrajear en las paredes sus mensajes de socorro.

Juan Carlos Rivera Quintana

Buenos Aires, 23 octubre 2008.