jueves, 8 de abril de 2010

Últimas prendas revolucionarias










Obra del artista cubano Ulises Bretaña, "El empinador de sueños".





Mi historia llega envuelta en una bolsa plástica rociada de salitre
como arriban los cadáveres militares a punto de ser incinerados
en ataúdes grises con banderas a media asta:
el carné de joven comunista con alguna que otra sanción
por disentir demasiado y estar siempre disconforme;
el carné de militante del partido comunista con todas las cuotas pagas;
mi credencial de corresponsal de guerra en Centroamérica,
aquella que utilizaba de cuchara en medio del campo de batalla
y luego mostraba en la Casa de Gobierno sandinista
cuando aún creía en las revoluciones, las utopías y en los líderes
que pueden cambiar (¿o hundir?) la historia.
Mis hermanos utilizan a mi hijo de emisario
porque es el único que todavía quiere seguir viajando a la isla adversa/
me amortajan viejas fotos de la niñez, esas donde estoy vestido
de Zorro enmascarado o con traje de impecable blanco
a lo Marcial Alvarado,me llega mi primer pasaporte oficial,
autorizado por el Departamento América,
junto a unas pocas fotos de mi madre con la cara dibujada de esperanzas,
en su mejor pose: contemplativa y serena (entre tanta desgracia).
Me enfrento - después de veinte años - a mi tesis de graduación de Periodismo, aquella papelería de claustro que hablaba de propaganda revolucionaria
y persuasión política para convencer a las grandes masas,
(entonces ansiosas de creer).
Me destierran mi pañoleta azul, que llega descolorida
y con olor a humedad, esa que portaba cuando gritaba convencido:
¡Seremos como el Che!
y aún confiaba a ciegas en el mejoramiento humano.
Llegan viejos versos adolescentes inflamados de pesares y cursilerías
en papeles amarillos y transparentes
(escritos en mi vieja máquina Underwood),
cuando cantaba como letanìa unas odas a los abedules
y a los konsomoles rusos y aún creía en el poder del amor.
Me ruborizo ante tanta inocencia/con tufillo a desilusión,
a enfermedad infantil del izquierdismo.
Afuera, en mi autoexilio porteño, cortan el pasto y maceran
la hierba contra la tierra, se fagocitan también de un tirón
las historias que dejé a la intemperie en ese colchón verde.
Sopeso la posibilidad de estar allí durmiendo/
de ser rebanado-exfoliado-trucidado rememorando olores sacros
de la infancia y el limonero mayor del patio (que ya no está).
Me sacudo en la cama entre el ruido de la vereda que ya no conoce las orillas,
mi casa (aquella) ha dejado de pertenecerme, se apolilla poco a poco
y algún día será de otro desconocido/a que quizás nunca
reparará en los rincones donde siempre estuve
o construirá otro estudio
con vista a la calle rota y los árboles secos.
Buenos Aires y La Lisa, en la isla, (juego mágico de palabras)
que por suerte no tiene denominadores comunes.
Ahora los aeropuertos me van quedando chico
pero casi familiares, sobre todo cuando sólo mi hijo acude a despedirme.
Sin embargo, me distrae el sonido de los aviones
cuando rompen la inercia del viento y planean al filo de la caída
manteniéndose en el aire por esas raras leyes de la gravitación
terrestre pero odio seguir cargando maletas que ya nunca desempaco,
me consumen las viejas prendas revolucionarias y los juegos perdidos
se van tornando tan extranjeros y difusos como mi propia huida
poniendo la mar por medio.
Salgo al patio de la casa/calculo la intensidad y destino de los vientos
(Cierro la puerta...)
Afuera una entusiasta pira intenta aligerar el lastre
a la espesa biografía y las miradas de este mundo y del cielo
cambian de sentido para no ver tanta llaga abierta
en el magma de los sueños.


8 abril de 2010, Buenos Aires, envuelto en las sombras