jueves, 29 de diciembre de 2011

Peajes patrios arranca pescuezos.



Obra del artista cubano Humberto Castro.
Texto: Juan Carlos Rivera Quintana.



Siempre he dicho que si sacara cuentas y sumara la cantidad de dinero, en dólares, que he puesto en los mostradores de los funcionarios consulares de la Embajada de la República de Cuba, en la Argentina, para realizar algún trámite migratorio, hubiera podido dar la vuelta al mundo y – con toda seguridad - en más de ochenta días.

Lo digo con seriedad… entre cartas de invitación (¡cartas de invitación!, dije bien) a mi único hijo para que viajara a verme en varias ocasiones con los sobresaltos de que me lo pudieran no dejar salir de la isla; documentos similares a mi hermana para reencontrarme con ella en Buenos Aires; legalización de papeles; permiso de residencia en el exterior; prórrogas de pasaporte que sólo mantienen su vigencia por tres o cuatro años; cuños; antecedentes penales provenientes de Cuba y otra papelería obligatoria para poder legalizar mi situación migratoria en el país donde decidí quedarme a vivir para siempre y naturalizarme, he gastado casi la tercera parte de mis ahorros y gran parte de los honorarios recibidos durante casi 16 años de quehacer profesional como periodista, profesor y escritor, en Argentina. Y aclaro: 16 años de trabajo duro e intenso, sin sosiego… de escribir decenas de notas para varios medios nacionales, de hacer la jefatura de redacción de una editorial que publicaba dos revistas de salud y medicina y que escribía casi completamente, durante casi tres años; de clases y conferencias sobre disímiles temas alusivos al periodismo y la literatura; de un trabajo sistemático haciendo periodismo institucional por casi doce años; de cursos sobre literatura y redacción periodística; de dirigir talleres privados de literatura; de clases semanales y sistemáticas en terciarios y en una universidad; de escritura de 17 libros ganapanes de autoayuda cuyos temas en múltiples oportunidades ni me interesaban (pero había que facturar); de escribir dos libros con temas historiográficos; de publicar otros de crónicas periodísticas, poesías, etc.

Por ello toda la vida he pensado que dichos peajes patrios - como yo les llamo a estos mecanismos abusivos y arranca pescuezos,- a que someten a toda la comunidad cubana, residente en el exterior, más que contribuir a que cada día quiera más a mi país de origen, lo que han provocado es desencanto, frustración, bronca contenida y el deseo irresoluto de no volver nunca más a pisar el suelo donde nací y olvidarme de mi pasaporte cubano. Y aclaro que no se trata de que no quiera a mi terruño y a la Patria que me vio nacer, se trata de que, en múltiples ocasiones, me he sentido tan explotado, maltratado y hasta estafado por las autoridades que debían propiciar que la sola visita a una embajada cubana en el exterior se sienta como si uno traspusiera el umbral de su casa y no como si fuera a dejar gran parte de sus ahorros y empezara a pisar un campo minado. En ninguna ocasión he sido feliz yendo a la embajada cubana en Argentina y no por mi responsabilidad. Siempre me pregunté cuántas veces con mi salario y mis ahorros - en moneda libremente convertible - ayudé a pagar las nóminas de decenas de funcionarios en las oficinas consulares cubanas en Buenos Aires, que te miran con caras de malas uvas como si fueras un enemigo por ejercer tu derecho ciudadano a vivir fuera de tu país de nacimiento. Y aclaro que aunque siempre allí me han exigido dólares para cualquiera de estos trámites burocráticos hace mucho tiempo que, en Argentina, los sueldos y honorarios profesionales se pagan en pesos argentinos. Lo digo para que se entienda el triple o el cuádruple esfuerzo que he tenido que hacer – y como yo cientos de miles de emigrantes cubanos en el exterior – para pagar la papelería exigida y estar en regla con las autoridades migratorias.

Quizás ello explique el por qué me duelan tanto los falsos argumentos y las postergaciones del nuevo presidente de Cuba, General de Ejército Raúl Castro, en la reciente reunión de la Asamblea Nacional del Poder Popular, para anunciar los esperados cambios de una nueva política migratoria que debe apuntar al relajamiento de las restricciones a los viajes de mis compatriotas, de las entradas y salidas de esa isla cárcel. El pedido en ese sentido de otro cheque en blanco, de más tiempo – como si fueran poco ya cincuenta y tantos años - a la sociedad civil cubana del gobierno insular justificando una permanente agresión de Norteamérica no hace más que restarle legitimidad a un poder que manifiesta sistemáticamente una lentitud para los cambios y acusa la falta de una verdadera voluntad política de transformaciones sustanciales al inmovilismo que invade y carcome la sociedad civil en la isla. Entonces, por qué condicionar las relaciones del gobierno insular con su diáspora a las soluciones de las relaciones con otro Estado (hablo de Estados Unidos), por qué no remover los onerosos y difíciles de obtener permisos de entrada y salida de la isla que lesionan los más elementales derechos ciudadanos, por qué confiscar las propiedades de los que por las razones que estiman se deciden a vivir – permanente o temporalmente - en otros países con todo el derecho humano que les asiste a residir donde deseen y dificultar las visitas a la isla de los cubanos que viven fuera del territorio y han salido clandestinamente, ahogados por mecanismos inmovilistas que le impiden moverse fuera de los límites nacionales. Después se llenan la boca para hablar de reunificación familiar y otros ardides políticos a conveniencia, en los que ya nadie cree, al menos los cubanos perjudicados, que son todos en la isla y fuera de ella. Al parecer habrá que seguir esperando Navidades y Noches Buenas para ver los cambios, que irremediablemente se darán por las buenas o por las malas y continuar enviando cada vez que se pueda alguna remesa de dinero a nuestros familiares para ayudarles a paliar la terrible situación económica en la que viven. No por gusto muchos estudiosos del tema coinciden en apuntar que el valor de las remesas hacia la isla que envia la comunidad cubana en el exterior oscila entre los US$ 830 y US$ 985 millones al año, lo que sin dudas contribuye a mover la depauperada economía insular. Nada que sólo es cuestión de sentarse – con otro poquito de paciencia - a que la fruta prohibida se caiga por su propio peso y se decidan a tomar las medidas migratorias que el pueblo pide a gritos. Pero se me ocurre pensar que a lo mejor hace mucho tiempo el aparato de gobierno perdió la capacidad de escucha, en su desfasaje temporal.

miércoles, 21 de diciembre de 2011

Codornices en la nieve




Obra de la artista cubana Zaida del Río.
Texto: Juan Carlos Rivera Quintana



En mi casa, de La Habana, nunca pusimos un árbol de Navidad. Mi madre venía del campo pinareño, de La Grifa, donde era tan pobre cosechando tabaco en esa vegas de Vueltarriba y Vueltabajo, que resultaba muy difícil para ella y su familia pensar en comprar arbolito, bolas de cristal, luces de colores, nacimiento del Niño Jesús y demás cachivaches para engalanar el living en esas festividades. Y ni pensar en algún regalito que te dejara Santi Claus. Papá Noel – para nosotros – siempre se perdía y no llegaba a casa. Mi madre intentando justificar la desidia del gordo panzón del abrigo rojo decía que como en casa no había chimenea siempre el trineo pasaba, pero nunca podía dejar nada y luego de semejante embuste se reía con malicia mundana.

Lo más cercano a la Navidad que recuerdo en mi casa era un cuadro impersonal e inmenso con una reproducción litográfica de unas codornices desangeladas en la nieve y un pequeño trineo, abandonado en el frío de una escena aburrida, pintada por un autor desconocido, que un buen día y cuando ya yo era grande y con algo de conocimiento pictórico, en un ataque anti-kisch, quité de la pared y tiré detrás de un espejo del cuarto de mi madre como intentando borrar la abulia de una vida mirando ese cuadro tan triste . Eso sí nunca, a pesar del mejor pasar económico al conocer a mi padre, mi madre tuvo entre sus pasatiempos y preocupaciones comprar un arbolito de Navidad y plantarlo en el living de mi casa para esa festividades. Quizás por ello cuando la Navidad desapareció por decreto gubernamental de Fidel aludiendo que “eran festividades religiosas en un país ateo”, donde se intentaba poner a la iglesia católica en el sitial de lo prohibido, nunca echamos de menos ese ritual y nos acomodamos sin chistar, como tantos otros isleños y una vez más, a las resoluciones partidistas.

Recuerdo que el primer árbol de Navidad que ayudé a poner en la isla lo había traído la artista plástica Zaida del Río, en 1990, de Francia. Ella había ganado una beca, de un año, en la Ècole Nationale Supérieure des Beaux-Arts, en París, y con sus ahorros trajo un abeto mediano, imitación natural, pero de plástico, las bolas y cristales inimaginables para montar su primer árbol de Navidad en su pequeña casa, ubicada en pleno centro de El Vedado y a tan sólo pocas cuadras del Comité Central de PCC. Esa labor, realizada entre los dos casi como un ejercicio lúdico y de independencia, pero ilegal, según los cánones políticos de aquella época en Cuba, nos llevó una hora y media y aún me parece estar mirando las lágrimas desconsoladas de la talentosa dibujante, ceramista, grabadora, litógrafa y poeta cubana cuando encendimos las guirnaldas y el arbolito cobró su vida de colores e imaginería entre algodones europeos que imitaban la nieve. Zaida, nacida en Guadalupe, una finca pobre de Zulueta, en Las Villas, en plena campiña cubana, había tenido siempre el sueño no cumplido de poder tener su propio árbol de Navidad y lo arrastraba, me confesó, como una frustración de su niñez.

Después cuando viví en Nicaragua por varios años, por razones periodísticas recuerdo que lo que más me gustaba de esa tradición y celebraciones navideñas era el gallo pinto (arroz con frijoles negros) que hacíamos y el lechoncito que horneaba en el horno de la cocina, con algunas cervezas de fuerte alcohol de ese país centroamericano y el baile con música de “Los Van Van” entre mis compatriotas y amigos. Pero tampoco se me dio nunca por poner un árbol de Navidad en mi departamento de Managua. Recuerdo que era tan exiguo nuestra paga como periodista y tanta la inflación y las fluctuaciones de los precios en los mercados de dicha ciudad, en épocas de revolución sandinista, del gobierno del comandante Daniel Ortega, que pensar en comprar un árbol de Navidad me hubiera dejado sin un peso para comer por varios meses y celebrar la añorada reunión de fin de año. Entonces eran otras las prioridades y el ritual del arbolito seguía quedando postergado.

Si me parece estar viendo el gran árbol iluminado insolentemente ante los ojos de la pobreza nicaragüense que en festejos navideños se ponía en el lobby del Hotel Intercontinental de Managua, construido como si fuera una pirámide indígena o en la Casa de la Prensa Extranjera, donde terminábamos siempre la noche de Año Viejo entre farras, bailes y amodorrados por el alcohol de caña, bebido excesivamente como todo buen cubano.

Y como siempre suele pasar la vida te va dejando cosas por hacer o uno las va posponiendo. Y ya cuando comencé a vivir en Buenos Aires, hace 16 años, y con recursos para tener un hermoso árbol de Navidad nunca quise poner uno, a falta de costumbre. Eso sí prefería tener una buena cena y un buen vino a mano para festejar en casa, estrenarme alguna ropa nueva y que mis amigos fueran pasando a tomar una copa para celebrar y desearnos los mejores augurios. Tampoco puede faltar un buen champaña para salir a la acera y brindar familiarmente con mis vecinos, en el primer y único encuentro social vecinal del año. Chocar las copas, hablar y beber champaña viendo los fuegos artificiales o lanzar algún que otro rompe-portones se convirtieron en el ritual que suplantó el armar el remanido arbolito.

Este año no sé por qué extraña razón, quizás el paso de los cincuenta años, me decidí a comprar uno.... mi primer árbol de Navidad. Lo llegué incluso a soñar pues ya le había visto en un bazar de Buenos Aires: era grande, inmenso, blanco como la nieve, alumbradísimo y de colores vivaces y estaba colocado en el recibidor de mi casa, en Flores, entre máscaras teatrales, cerámicas y cuadros de artistas cubanos. Pero – confieso- en el momento de comprarle preferí algo más discreto y pequeño, un árbol de madera verde de no menos de 30 centímetros, como un retablo, lleno de muñequitos sonrientes que se quitan y ponen de año en año, todos de madera y colores brillantes, que se venden en las casas de diseño. Y terminé colocándole – como si precisara de un proceso de adaptación visual - en la mesa del living, en un lugar de bajo perfil. Nada que al parecer de lo que estoy seguro es que si hubiera tenido a manos aquel cuadro horrible de mi casa en La Habana, ese de las codornices en la nieve, en esa escena poco creíble para el clima despiadado del trópico insular, le hubiera colocado en un sitio preferencial en mi living porteño, aunque mis amigos se rieran y comentaran mis extravagancias todavía de guajiro subdesarrollado con poca adaptación al consumo de árboles de Navidad.

martes, 22 de noviembre de 2011

Sin piel de grumete




Obra del artista cubano Humberto Castro.








“Un cartel en la puerta nos anuncia
que está en venta lo que fuera el horcón
de sus vidas; desde el jardín la yerba
ha comenzado a invadir sus dominios”.

Jesús J. Barquet, en Vecindades


Vuelvo como un pedazo de pan
A ponerme cerca del anafe y a tu alcance
A servirme sobre la mesa, a darme como si tuviera más vida.
A trazar una línea delgada e imperceptible/ como un estambre
Que tan sólo tú puedes romper con un ademán
Una desmemoria/otra mirada acosada/cualquier insulsa profecía.


Hubiera querido regresar mucho antes… más angelical
Encontrarte en otra geografía con círculos de agua y peces
Llegar hasta tu puerta, con las alas menos crecidas
Sin que hubiera caído tanta ceniza volcánica sobre la parra del patio
ni tantas migraciones de pájaros muertos sobre el cielo.

Me hubiera gustado subir la loma
Con el mismo paso firme de antaño, con semejante fe
Con la indocilidad de aquella piel con blancura de grumete
Para atemperar los sobresaltos y rencores que siempre te rondaron
Y borrar de un empellón todos tus vetustos ritos y trampas.

Y así sin previo aviso entrecruzo nuevamente el umbral
Ante tu visión detenida – ahora - en los melanomas de mis manos
Y en la pesadez de mi espalda que torpemente se inclina
Como un ceibo en cuatro esquinas donde ya no se arrima ofrenda.
Y es que vengo como quien debe cumplir un contrato familiar
Que no fue escrito en testamento alguno, pero igual debe cumplirse
Semejante al homicida que regresa a la escena
Para comprobar que poco se puede hacer por un despojo.
Preguntas mi nombre sin mirar otro lugar que no sean mis zapatos, como absorto y/o mascullas una bendición que no alcanzo a descifrar,
(O viceversa).


Buenos Aires, 22 de noviembre 2011
Con escaso viento en el jardín.

Poema de mi autoría leído en Radio Española





Poema "Espasmódico baile, bautizado mar", de Juan Carlos Rivera Quintana, leído en la radio española FM Onda Latina, hace algunos meses.

viernes, 18 de noviembre de 2011

Cetáceos varados en el litoral




Obra del artista cubano Humberto Castro.



“Voy hacia lo que menos conocí en mi vida: voy hacia mi cuerpo”.

Héctor Viel Temperley*, “Hospital Británico”.


Era una sensación indócil que estaba lejos del aire austral, como un olor a zooplancton, a cardumen de salmón real, a arenque joven, que desataba el frenesí devorador, como una exhalación de aguas cálidas que trepanaba los huesos y agujereaba la cabeza buscando un resquicio para llenar de aromas aquellas remos inmensos de ángel fuera de todo alcance. Era más bien un deseo lúdico, gregario, un viaje migratorio, un acomodo entre la manada, un buscar algo olvidado, pero perentorio cuando ha llegado la hora del éxodo y se presume que terminaremos confundidos en una cala errada. Era recordar un mar calmo con olor a lluvia y los sargazos tiernos de la infancia y escuchar el sonido de los sonares de los grandes buques que se iban incrustando en las extremidades anteriores y nos nublaban la vista llevándonos a donde no debiéramos, como un mal canto de sirenas, una celada, una encerrona fatal que paralizaba nuestras pulsaciones ultrasónicas y nos lanzaba contra las rocas. Dejábamos todos los sentidos bajo un sol de verano que resecaba la piel y nos tumbábamos boca arriba perdiendo toda esperanza, clamando desesperados por socorro con alguna lágrima en el hueco del ojo, picoteados por las gaviotas que hacían sangrar ferazmente nuestros lomos. Entonces era imperioso seguir nadando hasta donde ya no se pudiera, o encontrar el fondo e interrumpir la respiración para seguir buceando hasta divisar el santuario, el final del trayecto, el Dorado que todos buscamos, aunque llegásemos sin energía vital, dando señales suicidas de no poder seguir, de no querer recomenzar. Sólo en ese instante recordaba dar gracias a las aguas porque en ellas mis aletas todavía hacían ruido de alas (*).

Buenos Aires, 18 de noviembre 2011.
Esperando un verano playero que se tarda.

jueves, 10 de noviembre de 2011

El barrio Rojo y los escaparates cubanos





Obra del artista cubano Servando Cabrera Moreno.

Texto Yoani Sánchez, publicado originalmente en el períodico "El País".
(10-11-2001)



Sonríe pícaramente, habla con la prensa, mira hacia los escaparates donde las mujeres ofrecen sus favores en el conocido Barrio Rojo de Ámsterdam. Mariela Castro viaja por Holanda y dedica unas frases a la prostitución en Cuba y a las drogas que se venden por todo el malecón habanero. Su ropa impecable, la boina ladeada y esa mirada amable, hacen a muchos concluir que la hija -sin dudas- suaviza la imagen adusta de un padre octogenario, general y presidente.

Las prostitutas siguen atrapadas entre la persecución y la inexistencia oficial
Mientras Raúl Castro se ausentaba de la XXI Cumbre Iberoamericana en Paraguay, la directora del Centro Nacional de Educación Sexual (Cenesex) recorría y admiraba la zona más alegre de la capital holandesa. Invitada a un congreso sobre salud sexual, conversó incluso con algunas mujeres que practican el más antiguo oficio del mundo. Terminó afirmando que había quedado impresionada por la manera en que estas féminas logran "dignificar el trabajo que hacen". Hasta aquí pareciera que el atrevimiento y la transparencia calan en la nomenclatura de la isla, al menos a través de sus hijos. Sin embargo, un escenario bien diferente discurre en casa, isla adentro, lejos de los micrófonos de Radio Nederland.

Merlyn acaba de cumplir los 17, lleva dos años vendiendo su cuerpo a clientes con pasaporte extranjero que hacen turismo por estos lares. Pasó cerca de seis meses de internamiento en un campamento de reeducación, después de que una madrugada la atraparan en el Parque Central negociando con un cliente. Le teme más a los uniformes azules que a los fantasmas. Evita a los policías cuando se apostan en las esquinas del centro histórico, porque su carné de identidad sigue diciendo que vive en Mayarí, un pueblito del oriente del país. De vez en cuando, debe pagarle con sus artes a algún guardia de pistola y esposas, para que no la lleven al calabozo.

El "crimen" de esta jovencita de cuerpo frágil y ojos oblicuos es mayor ante nuestra rígida legalidad, pues ejerce la prostitución desde su condición de ilegal en La Habana. Según el Decreto 217 publicado por la Gaceta Oficial en abril de 1997, ella debería regresar de inmediato a su lugar de origen si no cuenta con una residencia en la capital. Para evitar que la introduzcan nuevamente en un tren y la repatríen forzosamente a su terruño, se ha buscado un chulo que la protege. Él localiza a los clientes y discute las tarifas, mientras ella aguarda en un pequeño cuarto del Barrio Chino.

Merlyn no sabe que existe una zona de tolerancia allá en la lejana Holanda y jamás ha oído hablar de que otras como ella formen sindicatos o proyecten su voz en la prensa. "Prohibido acercarte a las ventanas", le ha advertido el mulato de dientes de oro que regenta a una docena de chicas, de manera que el único escaparate con el que ella cuenta es la luna de espejo que tiene frente a su cama.

Las prostitutas cubanas, catalogadas una vez por Fidel Castro como "las más cultas del mundo", siguen atrapadas entre la falta de derechos y la incapacidad del sistema para reconocer que existen. Durante años el discurso oficial se pavoneó de que la isla había sido limpiada totalmente de ese "flagelo del pasado". En realidad, había ocurrido una devaluación tal del dinero que ya este no podía convertirse en bienes ni en servicios. Muchas mujeres perdieron así el estímulo de ganarse la vida con el sudor de su pubis.

No obstante, siempre hubo quienes intercambiaron su cuerpo por ciertos privilegios y prebendas que hasta finales de los años ochenta solo podían obtenerse de militares y altos funcionarios. Al llegar los noventa, con la crisis, las tímidas aperturas a la empresa privada y el aluvión de turistas que cayó sobre la isla, las vimos reaparecer en las calles con su ropa ajustada y su juventud extrema. Eran las mismas que un poco antes habían estado gritando en los matutinos de las escuelas "Pioneros por el comunismo. ¡Seremos como el Che!".

Las redadas policiales a las afueras de los cabarés, las condenas por el delito de "peligrosidad predelictiva" y las detenciones arbitrarias contra estas mujeres han hecho disminuir su presencia en los enclaves turísticos. Aquella discoteca de Guanabo Club, atestada de muchachas a la caza de un italiano o de un canadiense, se ve hoy como un bar aburrido y oscuro.

En lugar de erradicar la prostitución, sin embargo, lanzaron a la clandestinidad a miles de mujeres que ahora están bajo el control de algún proxeneta o chantajeadas por policías que les exigen pagar con sus servicios. Están a años luz de verse siquiera como esas mujeres que Mariela Castro acaba de encontrar y alabar en el Barrio Rojo holandés. Allá la conocida sexóloga las encontró mostrándose en los escaparates de vidrio y luces de colores, aquí su padre las empuja a la sórdida dependencia de un cuarto sin ventanas.

Yoani Sánchez es periodista cubana y autora del blog Generación Y. © Yoani Sánchez / bgagency-Milán.

miércoles, 26 de octubre de 2011

Rutina del apátrida






Obra plástica del artista cubano Pedro Pablo Oliva






“(…) Mi cuerpo extendido y seccionado sobre las espaldas
de la noche es ahora un recipiente intranquilo (…)”.
Javier Ubalde Enríquez, en “Grial”

Estornudo espaciada, gélidamente contra el cristal de la ventana
en sentido inverso al aire y las partículas de mi saliva
explotan y se fecundan unas a otras en un festín casi orgiástico/
patológico-endémico que desintegra el esputo a la luz de la luna opalina
haciendo muecas y malabares contra el vidrio manchado
que demorará mucho tiempo en volver a ser transparente.
Recorro con la vista – entonces - la calle que yace
como un trozo de sal y observo salir del consultorio del psicoanalista
de enfrente a una chica con cara de suicida
que se ordena el cabello como si compusiera su vida a sorbos
para no seguir intentándolo sin éxito… la próxima vez
no será un cóctel de sedantes con boleros de fondo,
sino una soga puesta en el horcón más alto de su cuarto…
lo vislumbro… y entonces ya no llegará nadie a tiempo
y habrá cumplido estelarmente su anónima tarea.
Retuerzo mis manos secas, cuarteadas y pálidas
que empiezan a carcomerse contra el teclado de la computadora
con ese síndrome del túnel carpiano (patología de la modernidad)
que corroe mis músculos tumefactos
y me hace tomar antinflamatorios todas las noches antes de acostarme.
A estás alturas ya no sé si es una evasión necesaria
o son las ansias de paliar otros dolores
más espirituales que no cesan, sobre todo en las madrugadas
cuando cierro la puerta del cuarto y los recuerdos
del destierro mueven la vieja mecedora.
El retrato de mi madre yace glacial en mi mesa de luz
entre fotos de viajes soñados que ella nunca pudo realizar,
ni imaginó…escapatorias que quedarán encerradas
en pequeños marcos comprados en algún negocio con publicidad de Kodak
y promociones vacacionales de 35 fotos por quince pesos.
Limpio mis gestos inútiles y arranco mis miedos de fin de semana
dentro del cuaderno de bitácoras que tengo en la web/
narcisismo vitrina de palabras que retumbarán
como barcazas que jamás llegarán a destino cierto
por impericia de su timonel. Estiro mis huesos
como un puñado denso de azotes que dudan,
convertidos en trizas dibujadas con cenizas bajo mi piel.
Afuera la lluvia retuerce rumbos entre mil y una historia censurada
y los amantes se esconden en los zaguanes para propinarse
sus placeres más carnales con crepitaciones de cuerpos
consumidos por el fuego eterno y el alcohol.
Entierro mi pasado nómada entre fotos sepias
de reportero de guerra en lugares inhóspitos que escudriño de reojo
y un charco de tinta que derramé sobre la alfombra
con la despreocupación de aquel que quemó sus naves en la otra orilla
sin temor a dar el peor ejemplo y terminar entre barrotes
y olores amoniacales o al pie de una fosa ignota.
Me llevé un país en la palma de la mano y ahora no sé
en qué bolsillos colocarle sin sentir la culpa del apátrida
que ya no desea un pronto regreso.
Exhalo gélidamente un suspiro dolorido y una vez más
siento que la vida tiene esas pequeñas emboscadas-celadas
de rutina dominical que terminará - si no termino pronto-
empañando esta delirante descarga con ínfulas de trasnoche
en algún viejo cine triple X de barrio,
con penas de mugre y humedad rancia.

martes, 25 de octubre de 2011

El silencio de Felipe




Por Yoanis Sánchez.
Obra del artista cubano Humberto Castro








Hace apenas 4 años, el ex canciller Felipe Pérez Roque protagonizaba en Naciones Unidas las jornadas contra el embargo norteamericano a Cuba. Era su voz la que explicaba los privaciones comerciales, económicas y financieras derivadas de éste. El exaltado funcionario exponía lo que muchos conocemos al dedillo: las múltiples afectaciones que acarrean estas limitaciones –desde 1962– a la industria, al desarrollo tecnológico y a la propia salud pública. Pero nada decía el entonces ministro de Relaciones Exteriores sobre el cerco interno que padecemos, sobre ese otro muro de censura y castigo que poco tiempo después se abatiría también sobre él.

El simple hecho de elegir la palabra “embargo” o preferir la más tremebunda de “bloqueo” ya marca una posición cuasi ideológica. Tan manipulado ha sido el asunto en la prensa nacional que el gobierno no reconoce siquiera que entre quienes disienten del sistema muchos se oponen además a las restricciones comerciales de Estados Unidos hacia la Isla. En Granma se da por sentado que aquellos que exigimos una apertura política aplaudimos ipso facto la existencia del embargo. De ahí tantas caras de extrañeza cuando se escuchan nuestros propios argumentos para que éste sea levantado cuanto antes; esas razones que Felipe Pérez Roque nunca dijo en la ONU y que sólo conoció cuando pasó a ser un canciller defenestrado.

La prolongación por cinco décadas del “bloqueo” ha permitido que cada descalabro que hemos padecido sea explicado a partir de él, justificado con sus efectos. No obstante, su existencia no impide que en las lujosas mansiones de la nomenclatura abunde el whisky, los congeladores estén abarrotados y los autos modernos descansen en los garajes. Para colmo, el cerco económico ha contribuido a alimentar la idea de plaza sitiada, donde discrepar viene a equipararse a un acto de traición. El bloqueo exterior ha robustecido así el bloqueo interior.

Deseo que la votación de hoy en Naciones Unidas sea favorable a quienes deseamos que tal absurdo termine, especialmente a esos que consideramos el fin del embargo como un golpe definitivo al autoritarismo bajo el que vivimos. La delegación oficial, por su parte, lo interpretará de otra manera: aplaudirá satisfecha, declarará que esta constituye “otra victoria de la Revolución”. En La Habana mientras tanto –lejos de las miradas- ciertos jerarcas celebrarán con Johnny Walker y engullirán algún delicado aperitivo “Made in USA”.

viernes, 21 de octubre de 2011

Los finales






Obra "Pescador de almas", del artista cubano Humberto Castro.
Texto: Yoanis Sánchez.







Ceausescu se iba en su helicóptero, Sadam Husein se ocultaba en un hueco, el tunecino Ben Alí huyó al exilio, Gadafi se fugaba en un convoy y terminó escondido en un desagüe. Los autócratas escapan, se van, no se inmolan en los palacios desde los que dictaban sus arbitrarias leyes; no mueren sentados en las sillas presidenciales con la banda de tela roja cruzándoles el pecho. Siempre tienen una puerta escondida, un pasadizo secreto por el que se escabullen cuando sienten el peligro. Por décadas construyen su búnker secreto, su “punto cero” blindado o su refugio bajo tierra, pues temen que ese mismo pueblo que los aplaude en las plazas puede ir a por ellos cuando les pierda el miedo. En las pesadillas de los dictadores, los demonios son sus súbditos, los abismos toman forma de turbas que quieren derribar sus estatuas, escupir sobre sus fotos. Estos señores despóticos sufren de un sueño ligero por estar atentos a los gritos, a los golpes contra su puerta… viven —de presagiarla— muchas veces su propia muerte.
Me hubiera gustado ver a Muamar el Gadafi frente a un tribunal, encausado por los crímenes que cometió contra su país. Creo que la muerte violenta de los sátrapas sólo les otorga un halo de martirio que no merecen. Deben quedar vivos para escuchar el testimonio público de sus víctimas, ver a sus países marchar sin el estorbo que ellos representaban y comprobar la veleidad de los oportunistas que un día los apoyaron. Deben sobrevivir para presenciar el desmontaje de la falsa historia que reescribieron, observar como las nuevas generaciones empiezan a olvidarlos y recibir sobre sí la diatriba, el escarnio, la crítica más feroz. Linchar a un déspota es salvarlo, otorgarle una puerta de salida casi gloriosa que le evita el castigo perdurable de ser juzgado ante la ley.
Continuar el ciclo de la crispación que estos tiranos han sembrado en nuestras naciones resulta extremadamente peligroso. Matarlos porque han matado, agredirlos porque nos han agredido, prolonga la violencia y nos convierte en seres como ellos. Ahora que las imágenes de un Gadafi ensangrentado y balbuceante recorren el mundo, no hay un solo totalitario que no se mire asustado en el espejo de ese final. Por estos días, las órdenes de reforzar los túneles secretos y de ampliar los planes de fuga deben rondar por más de un palacio presidencial. Pero cuidado, los dictadores tienen muchas formas de escapársenos y una de ellas es la muerte. Mejor que sobrevivan, que se queden y así comprobarán que ni la historia ni sus pueblos los absuelven jamás.

Yoani Sánchez
La Habana

viernes, 14 de octubre de 2011

Fotos de Familia




Boda de mi hijo Carlos Daniel con Amanda Hernández en Buenos Aires (12 de octubre de 2011).

Fotos de Familia





Casamiento de mi hijo Carlos Daniel, el 12 de octubre de 2011, con Amanda Hernández, en Buenos Aires.

viernes, 7 de octubre de 2011

Miedos



Obra pictórica del artista cubano Humberto Castro.



“Pasan los días
como el olor a Octubre en la ventana
pero el corazón de la hoja queda intacto
como una piedra en los ojos del ausente”.

Piedra o columna, de Israel Domínguez Pérez.


He visto tu cara entumecida por los rayos del sol bajo muchos cielos,
que irrumpían desde la escotilla del avión,
pero entonces ese rostro de héroe sin preguntas y las palabras
escondidas en el equipaje de mano oreaban la brisa/
indiferentes a todas las turbulencias y las probabilidades de desastre.
He levantado mis dos alas… siempre lo hago…
para tocar esas brasas que te dan ardores,
Y sólo he podido manosear los escombros que definen
las fronteras/ el linde innecesario / el fuego que todo lo chamusca
aquel enfermizo aplomo-impiedad que tiñe tu agenda viajera,
Y poco se puede inventar… más que prolongar el periplo
Para que al fin todo caiga por su propia gravidez telúrica.
He sentido un cáustico vacío derramándose tras tus puertas
Al intentar abrir de par en par algunas ventanas tapiadas
Que daban a aquella arboleda-pulmón-de-oxígeno
Donde antaño recostábamos las cabezas,
imaginando largos derroteros; difusas y sinuosas trayectorias
que terminaron en línea suspendidas…en nidos inaccesibles
en oquedades por donde ya nadie irrumpe,
Pero ahora sólo quedan pálidos despojos de guerra,
Ticket de trenes de ambiguos itinerarios,
Aburridos cuartos de hotel para recostar el cuerpo manso,
amuletos escondidos en el patio de algún claustro,
medallas tardías que nunca serán exhibidas
y terminarán perdiendo el brillo cuando el rocío agridulce caiga
Irremediablemente sobre nuestras sienes canas.
Traspapelado como algún abúlico poema engavetado y amargo
cuando ya no queda otro remedio que marcharse,
he visto agonizar varios orgasmos, echados por el fregadero de la cocina,
entonces – era muy joven - casi desconocía el tedio,
la necesidad de huída y las maletas seguían debajo de la cama
como torpe vaticinio para seguir aguardando otra escapatoria
que nunca se produciría/
por temor a otro viaje mutilador… a otro éxodo iniciático
sin tiempos ya para finales beatíficos.
He visto bajo muchos cielos plomizos tu cara de ausencias
cuando mi cuerpo ha intentado tocar una pista escarchada y desconocida
y sólo siente preocupación por el tren de aterrizaje y la óptima visibilidad.
¡Oh, Díos mío, que no redoblen las palabras – como campanas - antes de cruzar los cielos porque todavía no sé si preciso una ceremonia salvaje
para ciertos miedos que me desconciertan siempre!

7- octubre-2011
Buenos Aires, con lluvia pertinaz.

miércoles, 28 de septiembre de 2011

Avanzando hacia el pasado







Por: Slavenka Drakulic (escritora y periodista croata).
Traducción: Juan Carlos Castillón.






“¡No!” dijo con firmeza. “¡No voy a usarlo!” Permanecí por un momento frente a la estantería en la tienda, sujetando un paquete de papel de baño barato en mis manos. “¡Dios mío!” casi grité, “como me gustaría darte una bofetada. ¿Dónde te crees que vives? Crecí sin todos esos antojos que tú tienes, desde la espuma de baño hasta los desodorantes, perfumes y geles, y no soy peor por ello.” Una viejita al lado nuestro nos miraba y asentía con al cabeza, como si ya hubiera oído antes esa pelea. De golpe, cuando escuché mis propias palabras, me di cuenta de que no eran mías. Ya las había oído antes en algún lugar, en los discursos de los políticos, en la escuela, en los libros de texto. El mismo tipo de argumento, la misma lógica ideologizando el pasado: no teníamos nada pero seguíamos siendo felices. Era una mentira y yo participaba de ella. Miré una vez más el burdo montón de hojas marrones plegadas, antes de devolverlo a su lugar, suspirando.

Era otro más de mis fallidos intentos de disciplinar a mi hija, de hacerla comprender que —por demencial que parezca— no éramos lo bastante ricas como para comprar rollos de papel de baño, sino tan sólo los paquetes de Golub, que costaban una tercera parte. No ayudaba que le dijese que era afortunada de que hubiera algún papel que comprar —que no lo había en Polonia o la Unión Soviética, por ejemplo. Para ella ese no era un buen argumento. Todo lo que recordaba durante su vida eran rollos de papel y no veía ninguna razón por la que, después de diecisiete años, debiera de ceder algo que consideraba perfectamente normal. “Si es una cuestión de dinero, prefiero no comer. Pero no acepto adaptarme a este tipo de pobreza.” Avergonzada conmigo misma, finalmente cogí un paquete de los rollos suaves y rosados, porque no era sólo cuestión de dinero. Mi hija tenía razón; era el principio de no ceder, no ceder los elementos básicos de una vida civilizada. Decidí defender la posibilidad de escoger hasta el último rollo de papel antes que permitir al comunismo degradar nuestra intimidad. Pero la viejita tomó el papel más barato y salió.

Esto sucedía en 1985. Incluso antes de 1989, la gente ya sabía que el comunismo se iba a caer; sencillamente pensaban que iba a llevar muchísimo tiempo más. De hecho, uno de los indicadores era el papel de baño. Así que, cuando vi el Golub emerger de nuevo en las tiendas un par de años antes, pensé: bueno, ahí vamos, avanzando hacia el pasado. Durante veinte años de tormentosos cambios ideológicos (y algunos higiénicos) en nuestras vidas, el papel de baño Golub había dormido tranquilamente en algún lugar, en almacenes y en la parte baja de las estanterías, escondido de nuestra vista, dándonos la ilusión de un progreso real. Sólo la gente más vieja, los pensionistas, lo compraban, y tenían que pedirlo, como si una tienda moderna, donde uno podía pedir piñas importadas o kiwis, se sintiera avergonzada de exhibir la joya de la industria comunista del papel junto a los caros rollos multicolores. Pero a medida que el comunismo retrocedía, Golub avanzaba hacia lo alto de las estanterías.


Mis sentimientos estaban divididos, y acepté el compromiso con normalidad. Cuando recibía mi sueldo mensual, compraba rollos. Más tarde, a lo largo del mes, compraba hojas plegadas para mí y rollos para mi hija. Después de todo, yo estaba acostumbrada y ella no lo estaba y el Golub era más barato. Pero había una cosa de la que no podía escapar mientras lo compraba: el recuerdo. Me veo a mí misma de niña, sentándome en un baño frío, las paredes pintadas con una pintura verde al aceite. Estoy sujetando un trozo de papel basto en la mano, oliendo a coles y judías (¡otra vez!) en la cocina, y mirando la punta de mis chirriantes zapatos Borobo de caucho, mientras uno de los muchos inquilinos de nuestro apartamento comunal chilla desde detrás de la puerta: “¡Date prisa, sé que estás leyendo!” Era la pobreza y la carencia lo que recuerdo, en un momento en que la pobreza no parecía terrible, sólo porque casi todo el mundo era igualmente pobre, y era considerada como justa. Pero era terrible por otra razón, porque ni siquiera sabíamos que existía algo mejor. Apenas lo descubrimos, y comenzamos a querer papel de baño mejor también para nosotros, el comunismo quedó condenado.

Tal vez mi recuerdo coincide con mi entrada en el colegio. Fue sólo cuando comencé a ir a la escuela a mediados de los cincuenta que me di cuenta de que la gente guardaba los periódicos en sus baños. En aquella época mi madre ya me mandaba a hacer la compra, y aprendí lo que cualquier niño que viva bajo el comunismo tiene que aprender: que no puedes encontrar todo lo que necesitas todo el tiempo, y que es muy probable que nunca encuentres nada. Para las chicas, ese conocimiento básico era incluso más importante, ya que su futura vida familiar dependía de saber cómo encontrar cosas a pesar de la escasez. En la Yugoslavia de posguerra, el papel de baño era obviamente un artículo poco importante, poco distribuído, y no se producía regularmente (cuando se producía). El papel de baño caía en la increíblemente amplia categoría de los objetos suntuarios, como las pieles, los perfumes, los anillos de oro, los sombreros de mujer, los guantes o las medias, el chocolate, los dulces, el detergente, o los juguetes, incluso la leche y la carne —todo dependía. La regla general era que cualquier cosa en cualquier momento podía ser declarada un lujo.

De nuevo, no era el problema de construir una fabrica para producir papel (habían varias), sino de comprender la necesidad. El gobierno revolucionario ex-partisano no se preocupaba apenas por ello. Los nuevos líderes tenían para sí las llamadas “diplotiendas,” en las que, si a eso vamos, tan sólo los altos dirigentes del partido tenían derecho a una ración gratuita de leche o a un buen coñac francés. ¿Pero quiénes eran esos nuevos líderes? Campesinos, como la mayor parte de la población en la Yugoslavia de preguerra, de hecho más del ochenta por ciento de la misma. Y a esa gente no le importaba —después de todo, papel es papel, y uno es tan bueno como el otro. Usaban periódicos, dos páginas de tosco papel cortado en pedazos (a decir verdad, esos periódicos no eran más que boletines del partido, así que en realidad merecían su destino). Hoy eso puede ser elogiado, incluso explicado, como conciencia ecológica, pero en aquel momento representaba la falta de cualquier tipo de conciencia. En los apartamentos de las ciudades, no había papel de baño; normalmente sólo un clavo con un periódico roto colgando del mismo. Los recién llegados echaron a los viejos ocupantes “burgueses” ocupando sus viejos apartamentos. Yo tenía que volver a juntar los papeles para intentar leer las tiras cómicas. Frustrante, aunque me explicaron que cortar periódicos era kulturno, un rasgo cultural.

En mi casa, los periódicos Borba, Komunist y Vjesnik no se cortaban, sino que permanecían en la cesta de forma que cualquiera pudiera leerlos. Desde luego, los periódicos eran usados en momentos de necesidad, pero recuerdo que mis padres robaban papel de escribir del sitio en que trabajaban —estaban escritos a máquina por un lado— así que usábamos un papel delgado, tipo Biblia, o también papel cebolla. Tenía la superficie rugosa y tardaba en bajar por lo que había que tirar de la cadena varias veces, pero era definitivamente mejor, más suave que el periódico. No mucho después de acabar el segundo curso, a finales de los cincuenta, apareció Golub —toscas hojas marrones, dobladas y apretadas entre sí en un paquete cuadrado, de forma que cuando tomabas una, tirabas de la siguiente. No era mucho mejor que el periódico. No me gustaba por otra razón, su nombre. Tenía el nombre de un pájaro (“pichón”), y aunque en el colegio aprendí que el papel se produce a partir de los árboles, sospechaba. Había oído historias sobre jabón cocinado a partir de grasa humana en el campo de concentración de Auschwitz —las historias de lámparas hechas de piel humana, niños asados en hornos de cocina y todo eso eran entonces parte de nuestras vidas. Las oíamos a los mayores y después nos las contábamos entre nosotros. Después de todo, muchos testigos aún estaban vivos y no teníamos televisión para distraernos antes de acostarnos —ni siquiera libros ilustrados. En mi mente infantil un horror igualaba al otro, y si uno era posible, ¿por qué no el otro? Tal vez Golub estaba hecho a base de palomas —de plumas, de huesos. Usarlo me causaba un sentimiento de incomodidad y trataba de evitarlo; pero como era el único papel de baño disponible, tenía que usarlo a pesar de mi malestar.

Para el nuevo papel era necesario algún tipo de soporte, y pronto tuvimos una apropiada caja de madera con una raja a través de la cual podías tirar de las hojas una a una. La caja era útil para otra función: apoyar los cigarrillos. En los baños de los colegios, en las cajas, podían verse las pequeñas quemaduras que los cigarrillos habían dejado mientras sus propietarios, probablemente ocupados, leían literatura no exactamente recomendada por el curso de literatura. El problema era que esas cajas estaban siempre vacías y teníamos que usar el papel de nuestras libretas. Cuando pienso en ello ahora, sospecho que los pupilos robaban el papel de baño de la escuela cuando lo había. Eso sería lógico porque si era considerado como un lujo —y lo era— merecía la pena robarlo. Pero Vera, la amiga que se sentaba a mi lado en el colegio, no podía usar su libreta. Su padre se lo prohibía, marcando cada página con un número. Tenía miedo de que ella le engañase y arrancase una página con una mala nota. Vera tenía que tomar prestado mi papel, un tipo de intimidad que parecía una humillación. Pero el comunismo creaba ese tipo de intimidades —con el repleto apartamento comunal; con su moral, en la que todo el mundo era camarada de todo el mundo; con el Partido Comunista, en el que cada miembro vigilaba la vida “correcta” de los demás— porque sólo donde no existe la privacidad puede existir un control total.

A mediados de los sesenta muchas cosas cambiaron: había una economía menos centralizada, más liberalismo político y un estándar de vida más alto. Eso —como supimos sólo quince años después de la muerte de Tito— descansaba no en una mayor productividad sino en los créditos extranjeros que había conseguido y tenía que devolver. El progreso en el comunismo se vio marcado por un papel de baño de mejor y mejor calidad. Junto al inevitable y básico Golub, la producción de papel sanitario en rollos comenzó. Ahí es donde podía verse claramente la estratificación social. El estado comunista empujaba el concepto de una sociedad sin clases cada vez más hacia el futuro —tan lejos que ya nadie podía verla o creer realmente en ella. Y así, mientras todos pretendíamos seguir creyendo en la ideología oficial, en la vida cotidiana habían clases: una mayoría de pobres (gente de Golub); gente menos pobre (los que se las arreglaban para vivir en apartamentos de dos habitaciones, con televisores, electrodomésticos y tal vez un coche, y que usaban rollos de papel); y funcionarios del partido/Estado, una clase aparte. Era difícil ver sus casas, protegidas por altas paredes, guardas, perros y el miedo generalizado.

Tuve esa oportunidad tan sólo una vez, al final de la escuela elemental, cuando un amigo mío enfermó. Era un niño agradable, tranquilo, pero no era realmente popular porque lo llevaban al colegio en una limusina negra, subrayando con ello las diferencias entre nosotros. El maestro me mandó a su casa para entregarle los nuevos deberes. Fue allí donde descubrí un tipo de papel que nunca había visto antes: delgado, suave, de doble capa, en un azul claro que hacía juego con el azul de las paredes. Detrás de la puerta colgaba un spray, y cuando tirabas de la cuerda el baño entero olía como un bosque de pinos. “Austria” dijo mi amigo como si fuera obvio, cuando le pregunté de dónde venía. Aquel papel no podía compararse con los rollos que comprábamos, porque incluso si los rollos eran un paso de gigante hacia un futuro mejor, el papel en los mismos era tan sólo un poco más suave que el Golub, lo cual nos hacia constantemente conscientes de un régimen que descuidaba las necesidades humanas básicas. Peor para el sistema.

Fue sólo a finales de los setentas que los rollos de papel sanitario se volvieron algo normal, junto con el lavado regular de las manos, los dientes, y el baño —aunque no el uso del desodorante. En otras palabras, lenta pero inexorablemente nuestros hábitos higiénicos cambiaban para mejor y uno ya no se desmayaba apenas entraba en un vagón repleto… sino un poco después. Fue entonces cuando Golub desapareció por fin de las estanterías, junto a las viejas cajas de madera. Las cajas fueron sustituidas por los nuevos sujetarollos hechos de metal o plástico, diseñados para igualar el color de la taza del inodoro, las baldosas y la bañera (en los nuevos apartamentos, el retrete se colocó en el baño, supongo que para ahorrar espacio). Era el momento de los altos estándares de vida, y consecuentemente de la esperanza en un “socialismo con rostro humano.” Los viejos baños fueron redecorados, las viejas bañeras oxidadas remplazadas por las de plástico. Una familia comunista, moderna, de clase media —y todas las familias querían caer en esa categoría— debía tener un baño recién diseñado, con cada cosa, desde la pila de agua hasta el inodoro, del mismo color, incluyendo las toallas, exactamente como lo veían en la revista importada alemana de decoración Schönen Wohnen. Pero eso no era todo. En aquel momento era posible comprar tal vez hasta diez tipos de champús y jabones, sales de baño, cremas corporales… sólo para quien tenía dinero. El comunismo estaba alcanzando el estadio del lujo. Desde luego, uno podía argumentar que el papel extranjero seguía siendo más suave (e impreso con motivos florales) y que sus jabones olían mejor. Pero tenía que admitir que ¡hemos avanzado mucho, nena! Y la prueba final de progreso era que nuestro papel de baño se exportaba.

Sin embargo, había un sitio en el que el tiempo se había detenido: los baños públicos. No importa qué tipo de soportes tuvieran, no había papel en los mismos. Era allí, en los colegios y restaurantes, en las cafeterías y cines, en el tren y en las estaciones de autobús, donde uno podía juzgar qué tan lejos había llegado realmente nuestro famoso progreso. Pero los buenos, lujosos, tiempos no duraron mucho. A mediados de los ochenta llegó la escasez, anunciando la enfermedad mortal del comunismo. No había azúcar, aceite, electricidad, café, pasta dentrífica, detergente, sin mencionar frutas como las naranjas, los plátanos o limones. ¿Papel de baño? No se fue, pero los rollos eran tan caros que lentamente dejaron paso al Golub, y la gente comenzó a sentir, como en los cincuenta, que era feliz con lo que tenía —que siempre podría ser peor. Una vez vueltos al Golub, éste parecía incluso más basto que cuando hizo su primera aparición como un signo de progreso. Ahora era evidentemente un paso atrás. Gracias a Dios, todo el mundo tenía un pasaporte, y Austria e Italia estaban a sólo un par de horas de distancia. Parecía raro en la frontera: el dinar era tan débil que la gente no podía gastar dinero en ropa o productos técnicos. En su lugar, tratando de mantener algunos estándares mínimos, compraba paquetes y más paquetes de rollos de papel sanitario, café y detergente, y llenaban su coche con el mismo. Estaban cansados de la pobreza. La pobreza es sucia, fea y apesta. El comunismo es pobre —en consecuencia… el gobierno podía manipular a las viejas generaciones, nacidas antes o inmediatamente después de la guerra. Fue la nueva generación la que se convirtió en el enemigo. Simplemente no estaba dispuesta a aceptar el deterioro del estándar de vida en nombre de una ideología en la que no creía, cuyo símbolo era el Golub. Fue así como los comunistas perdieron: cuando llegaron las primeras elecciones, en mayo de 1990, la generación joven votó contra el Golub, contra la escasez, las privaciones, los dobles estándares y las falsas promesas. En toda Europa Oriental no votaron tanto por los demócratas, los cristianos o los liberales —o comoquiera que se llamasen los partidos— tanto como contra los comunistas.

Pero la democracia no te garantiza el papel de baño, áspero o suave. De hecho no te garantiza ningún papel, al menos en esta parte del mundo. ¿Cómo le voy a explicar eso a mi hija? La hablé de mi visita a la democrática Polonia, donde mi amiga Ana tiene papel de baño sólo porque lo ha acumulado en su sótano desde hace años. “No soportaba la idea de quedarme sin, era mi obsesión que no me quedase lo suficiente,” me dijo Ana. La hablé sobre mi visita al club de trabajadores de la industria cinematográfica —un lugar de élite en Sofía. Fue después de 1989 y no había papel de baño. Deje a Katarina el último rollo que había llevado para el viaje a la democrática Bulgaria; me lo pidió. En su baño había visto las mismas hojas de papel de escribir que recordaba —lo que me hace temer que la infancia democrática en Europa Oriental no será muy distinta de mi propia infancia.

*Crónica de costumbres - por denominarle de alguna manera - “Forward to the Past”, que forma parte del libro How We Survived Communism & Even Laughed, de la reconocida escritora y periodista croata Slavenka Drackulic. Lo que cuenta tiene tanto que ver con las miserias insulares cubanas y la carencia de todo, en las naciones que intentaron construir el comunismo.

martes, 20 de septiembre de 2011

Fotos de familia




Reunión en casa con Olguita, Horacio, mi hijo y su novia Amanda, septiembre 2011.

viernes, 16 de septiembre de 2011




"Son para tí", interpretada por el Grupo Sierra Maestra. La canción que más le gustaba a mi madre al final de su vida, a quien sigo recordando todos los días como si aún estuviera entre nosotros.

miércoles, 31 de agosto de 2011





Mike Porcel, es uno de los compositores cubanos de la década del 70 más queridos y disfrutados por mi generación en Cuba. Su canción "Diario" se convirtió en el testimonio musical de mi generación. Acaba de editar en Miami, donde vive desde hace muchos años, su nuevo CD, titulado. "Intactvs". Cuando vivía en la isla fue considerado por el gobierno un trovador y poeta malditos, censurada su música y hasta perseguido. Entre sus canciones más conocidas en la isla de encuentran: "Ay del amor"; "Canción para esperar el alba"; "En busca de una nueva flor", etc.

miércoles, 24 de agosto de 2011

Y si el caos llega



Obra de la artista cubana Liliam Cuenca






“Antes de todos los seres estaba el Caos, luego la Tierra de ancho seno”. (Hesíodo).

Si salimos vivos de esta recogeremos el polvo lunar de nuestros muertos
Y lo esparciremos por la tierra para que germinen las semillas benignas
Y todos tengamos proyectos, pan y compañía for ever
(palabras que por apacibles se van eclipsando en la desventura).
Si emergemos indemnes todavía nos volveremos a mirar sin penitencia...
Entonces quizás nos sentemos en el patio a restaurar lo que
Pudimos fundar y dejamos al libre albedrío de una tensa calma,
Si tan sólo por una millonésima de segundo el vaticinio se cumpliera
Y terminásemos convertidos en radiación dispersa fuera de la órbita terrestre
Quizás con antelación nos de tiempo a rezar - inevitablemente de rodillas -
pidiendo condescendencia por nuestras faltas inconfesables, sin excesos de arrepentimientos y podamos prender una incorpórea vela para alumbrar
como un gran faro todo el Universo.
Te repito – por última vez - que si salimos con energías y el ácido cianhídrico
no nos nubla la mirada, jamás volveremos a no escuchar al otro/a.
No envidiaremos la felicidad de los amigos y ninguna otra vez
atormentaré mis oidos con cierta música triste que me recuerda
la isla solitaria que enterré en el mar. Si el Caos - por un momento- volviera a desconcertar nuestras existencias y se alineara jadeando inclemente como un animal salvaje sobre nuestras cabezas te confieso que no me inmutaría ni por un segundo... dejaría que el impacto del choque me arrastrara hacia la Nada y sólo pensaría en mi hijo que vivió menos que yo cuando merecía más tiempo para perder toda esperanza. Pero – si como vaticinan – el cometa Elenin virara su cola hacia nosotros en su heliocéntrica caída y nos llenara de légamo, rocas y marasmo desde el hemisferio norte, únicamente atinaría a olvidar que es octubre y que tu y yo hemos vivido una aproximación mucho mayor que los 0,23 Unidades Astronómicas con que tardíamente esa torpe bola de fuego rozará la Tierra.


Buenos Aires, 24 de agosto 2011,
descontando los días en que los científicos prevén
que el cometa Elenin se estrelle contra la órbita terrestre
.





miércoles, 17 de agosto de 2011

Pablo Milanés: Temo mucho la respuesta de un jamàs






Foto: Julio Castro
Texto: Yoani Sánchez.






La última vez que fui a un concierto de Pablo Milanés no pude tararear ni una sola de sus canciones. En medio de la Tribuna antimperialista, varios amigos desplegamos una tela con el nombre de Gorki para exigir la excarcelación –en agosto de 2008– de ese músico de punk rock procesado por “peligrosidad pre delictiva”. La sábana pintada duró breves segundos en el aire antes de que una turba bien entrenada nos cayera encima. Al otro día, me dolía todo el cuerpo y sentía una molestia especial hacia el autor de Yolanda, pues lo imaginaba testigo pasivo de lo ocurrido. Sin embargo, me equivocaba. Después, supe que gracias a su mediación no habíamos dormido aquella noche en un calabozo y que también había intercedido para que Gorki volviera a las calles.



El próximo 27 de agosto, Pablo Milanés tiene programado un concierto en la ciudad de Miami. Evento que ha avivado la irritación entre quienes lo consideran un “juglar del castrismo”. Pero ni los más encendidos críticos deben olvidar que su propia vida ha sido –como la de tantos cubanos– una secuencia de golpes propinados por la intolerancia: la reclusión en la UMAP, las incomprensiones en los inicios de la Nueva Trova y el cierre de la fundación que llevaba su nombre. Deben reconocer también que Pablo Milanés tuvo la valentía de negarse a firmar aquella carta donde innumerables intelectuales y artistas apoyaron las medidas represivas tomadas por el gobierno de la Isla en 2003, entre ellas el fusilamiento de tres jóvenes que habían secuestrado una embarcación para emigrar.



Pablo, el gordo Pablo, que en los ochenta se escuchaba en cualquier punto del dial donde sintonizáramos el radio, evolucionó como lo hicimos muchos de nosotros. Sus discrepancias se han hecho oír desde hace varios años y su rostro ya no está presente en esos actos –profundamente politizados– con que las autoridades intentan demostrar que “los artistas están al lado de la Revolución”. Intuyo también que le gustaría compartir escenario en La Habana con esas voces exiliadas a las que todavía no se les permite presentarse en su propio país. El trovador que se propone cantar en pocos días en La Florida es un hombre que ha crecido y madurado artística y cívicamente, consciente además de la necesidad de que ambas orillas de nuestra nacionalidad se reencuentren. De manera que recibir con gritos e insultos a Pablo Milanés puede ocasionar que se retarde el necesario abrazo entre los cubanos de aquí y de allá… pero no va a impedirlo.

miércoles, 10 de agosto de 2011

Música Cubana




El dúo cubano de Gema y Pavel, interpretan "Se feliz",


Fotos de Familia




Carlos Daniel, mi hijo, durante su viaje a la isla de este año con su novia Amanda.


lunes, 8 de agosto de 2011

viernes, 5 de agosto de 2011




Adele, la cantante britànica que acaba de vender 4 millones de copias con su segundo proyecto discogràfico, titulado: 21, interpreta "Promise this", de Cheryl Cole, en un estudio de radio de la BBC, de Londres. Disfrutènlo, vale la pena.

lunes, 25 de julio de 2011

Ámsterdam: con la paleta de Rembrandt y Van Gogh




Texto y foto: Juan Carlos Rivera Quintana.







Si algo caracteriza a la mágica ciudad europea de Ámsterdam, ubicada entre la bahía de Ij (al norte) y las orillas del Río Amstel, al sureste, en Holanda, y asentada sobre un lecho arcilloso y pilares de madera que en la actualidad son reemplazados por pilares de hierro y hormigón, es esa pátina colorida y alegre que caracterizaron la paleta de dos de sus más emblemáticos pintores: Rembrandt y Van Gogh.

Y es que Ámsterdam, con ese pincelada de tulipanes de vivos colores, muy propia del Renacimiento holandés – a modo de telón de fondo - y esos edificios de barnices coloridos y disímiles, con detalles de cornisas y frentes de pintorescos hastiales, propios de una original arquitectura de los siglos XVI y XVII; canales y puentecillos, parece más bien una estampa romántica de otro siglo. Fundada en el siglo XII como un pequeño pueblo pesquero, ubicado de forma insegura sobre un pantano en la boca del Río Amstel, actualmente, es la urbe más grande de Holanda y un gran centro financiero y cultural de traza internacional, donde se respira jovialidad, tolerancia, apertura, liberalismo y capacidad de disfrute.

En esa ciudad sobre el agua, asentada en decenas de islas unidas por centenares de puentes - como decía un amigo - todo está al alcance de la mano… hasta la belleza. Baste tan sólo con aventurarse a viajar en bicicleta (que superan el doble de sus habitantes), tomar un barquito-bus por sus cautivadores canales o montarse en un tranvía para comenzar a disfrutar de sus encantos y empezar a descubrir los secretos de esta urbe que hizo del agua un recurso valioso y navegable y que gracias a su canalización controla el cauce del río en numerosas vías navegables, que son una acertada vía de transporte y comunicación.

De no ser por la tierra recuperada al mar (pólders) y el inteligente sistema de diques levantado, la ciudad sufriría continuas inundaciones. Pero, Ámsterdam es hoy día varios palmos de tierra, en forma de media luna, en pleno corazón del Randstad, que engloba las ciudades de Utrecht, Rótterdam; La Haya, Leiden y Haarlem, convertido en el epicentro del comercio de Europa del norte y una pujante y modernísima ciudad

Sus 7 mil monumentos y construcciones declaradas de valor histórico, sus más de 50 museos públicos y privados – entre los que se destacan la Casa de Ana Frank (la niña judía alemana mundialmente conocida por su Diario íntimo, donde desnuda la crueldad del nazismo, en los Países Bajos, durante la Segunda Guerra Mundial); el museo de Vincent Van Gogh; el Het Koninklijk Paleis, o Palacio Real y el Rijkmuseum, o Museo Nacional (que exhibe una colección única de pintura holandesa con obras tan importantes como “La Ronda nocturna”, de Rembrandt; “La Lechera”, de Vermeer o “La mujer en su baño”, de Steen)-, sus céntricas plazas y parques, hacen de esta urbe de amplía cartelera cultural y espectáculos al aire libre un sitio de diversión durante todo el año, con un promedio de visitantes de alrededor de 1,5 millones de turistas anualmente.

Entre historia, molinos y cultura hippie.

Y aunque Holanda y los Países Bajos, durante la Segunda Guerra Mundial, mantuvieron posiciones neutrales, ello no les salvó de la invasión alemana y muchos de sus habitantes murieron de hambre y frío y se deportó a la mayoría de la población judía a campos de concentración, donde murieron inhumanamente. Debido a esta triste historia, Ámsterdam se propuso ser tolerante y ello la convirtió en refugio de la cultura hippie, en la década del 60, de la que aún se pueden observar vestigios en el modo de vida de sus habitantes, como el visitado Museo de la Marihuana y el Hachís y los Coffee Shops o cafés donde se puede comprar y fumar marihuana libremente, elegida por su precio, efecto o nombre y donde se puede hallar desde la clásica “jamaiquina” hasta la poderosa “amnesia”, de cultivo local). Estos cafès están autorizados a vender, a mayores de 18 años, hasta cinco gramos diarios de marihuana por persona, de extraordinaria pureza, el máximo tolerado por las autoridades del país para posesión y consumo.

Pero si de descansar se trata es preferible irse a uno de sus 1.500 hermosos y coloridos cafés y bares a degustar una buena copa de vino o una cerveza artesanal con alguna picada de fiambres y ver pasar, frente a los ojos, los yates y barquitos por los canales con sus tripulaciones alegres y de festejos siempre o visitar las reconocidas galerías de arte, ubicadas en su mayoría en el pintoresco barrio del Jordaan, (con calles que exhiben nombres de flores y plantas) donde pueden verse y adquirir el quehacer de los artistas más vanguardistas de la ciudad, en galerías tan renombradas como la de Diana Stigter, Annet Gelink o Gabriel Rolt, donde se exponen pinturas, fotografías, esculturas y hasta obras performáticas.

Tampoco se olvidar - porque sería casi sacrílego - una visita al Museo de Van Gogh, ubicado en la calle Paulus Potterstraat 7, e inaugurado en 1973, cuyo diseño del afamado arquitecto japonés Kisho Kurokawa, recuerda varias formas geométricas, como conos, óvalos y cubos, en una agradable mixtura constructiva y filosófica de las culturas Oriental y Occidental . Esta pinacoteca de lujo tiene una excelente curaduría y en esa atinada selección se puede contemplar la colección más extensa y valiosa de retratos, autorretratos y paisajes bucólicos del artista holandés, con la técnica de pinturas en óleo y acuarelas (840 pinturas y más de 1.000 dibujos, además de acuarelas y litografías), y seguir con detalle la traza de su reconocida obra, signada por su desdichada vida sentimental, su falta de reconocimiento, su epilepsia y su suicidio, o comparar sus cuadros con los de otros pintores contemporáneos del siglo XIX que fueron sus seguidores y amigos, como Paul Gauguin, Camille Pissarro y Adolphe Monticelli, algunas de cuyas piezas forman parte de la colección permanente de la institución. También se exhiben objetos personales del artista, junto a la correspondencia que mantuvo con su hermano Theo y hasta videos relacionados con el trabajo de restauración de muchos de sus cuadros, entre los que se destacan: “Almendros en flor”, “La casa amarilla” y algún que otro autorretrato con sombrero alón.

Y si su estadía rebasa los dos días, entonces, le recomiendo visitar el casco histórico, el barrio más antiguo de la ciudad, conocido también como “la muralla” pues la mayoría de sus canales corren paralelo a ese valladar, que incluyen el barrio rojo (donde las prostitutas se exhiben en escaparates) y el barrio chino, límites que dan al puerto y a los alrededores de la plaza principal, la del Dam, (que lleva precisamente este nombre porque fue en ese lugar donde, allá por el siglo XIII, se construyó el primer dique de la ciudad) y, por supuesto, la zona de los canales Leidseplein y Rembrandtplein con sus parques y casas de diversos estilos , tiendas, teatros, hoteles e incluso alguna escapada, también, al mercadillo de Waterlooplein, en el barrio judío, donde podrá adquirir ropa vintage, muy barata, de creativo diseño y conservación.

Nada, que al parecer ese aire de viñeta de otro siglo - romántica y bohemia - y el espíritu desprejuiciado de sus moradores son los que le han sabido dar a Ámsterdam un sitial de preferencias entre los turistas del mundo entero.

domingo, 24 de julio de 2011

Amy Winehouse: una avecilla confundida con voz de otra época




In memoriam de Amy Winehouse: "Tears Dry On Their Own".


Amy Winehouse (septiembre de 1983-julio 2011), la famosa y controvertida cantante de soul britànica con una poderosa imagen retro aggiornada y actualidad para la industria del entertainment; la chica del peinado de nido, la desgarbada figura, los oscuros tatuajes en los brazos, donde llevaba una muñequita Betty Boop y el nombre de su abuela Cinthia, los trastornos alimentarios y las drogas ha muerto con apenas 27 años, en la cima de una carrera que auguraba innumerables momentos agradables, premiaciones y èxitos.... lo tenìa todo hasta un jugoso contrato con la disquera multinacional Universal, una editorial y una empresa de management y todo lo perdiò en un segundo de desatino porque no pudo aprender nunca cómo convivir con la pesada fama. Ha muerto en su cama y en su casa de Londres, en el ecléstico y mundano barrio de Camdem Square, sola y sin nadie que la auxiliara.... los medios sensacionalistas del mundo hablan de una sobredosis de droga y de paràlisis de un corazón cansado de los excesos, aunque los forenses que se la llevaron a la Morgue de St Pancras no han emitido su veredicto final y deben esperar por el análisis toxicólogico que puede demorar varias semanas.

El sàbado 23, después de las 16:05, cuando fue encontrada sin vida en su mansión, los medios de todo el planeta se hicieron eco de la noticia y se armò el revuelo mediàtico, como cuando informaron de sus malos pasos en las ùltimas presentaciones musicales, de sus fraseos desafinados y los chiflidos con que fue recibida en su gira suspendida por Europa, màs exactamente en Serbia, cuando subió al escenario tambalèandose y balbuceante por el alcohol, tapada por las coristas que se percataron que la chica mala del rock britànico, que fue educada en el BRIT School, una eficaz academia para futuras estrellas, con la voz de otra època no estaba en condiciones de cantar por su enfisema y su disfonìa ni la canciòn de la Pàjara Pinta.

Cuenta algunos periódicos europeos que Amy estaba sola en su casa, salvo por el hombre de seguridad que tenía contratado, desde hace un par de años, para que cuidara de ella. Había dicho a su guardaespaldas que "quería dormir un rato". Cuando el hombre de traje negro entró a su habitación para despertarla se "dio cuenta de que no respiraba" y avisó de inmediato al servicio de ambulancias de Londres.

Atràs deja Amy una carrera cimentada por los escàndalos, las rehabilitaciones del alcohol y las drogas, los desamores y las incomprensiones, pero también por las grandes canciones con que supo deleitarnos, como aquellas sencillas y profundas de su primer CD, de fuertes influencias jazzísticas, titulado: "Frank, en el año 2003, y su segundo disco, "Back to black", donde exhibía su fascinación por el mundo del soul de la década del 60 y la música jaimacana, que le valieron el favor de la crìtica musical internacional y muchos premios de su disquera y el mundo. El éxito de canciones como "Rehab", donde contaba de su esfuerzo por dejar los escándalos, el alcohol y las drogas en una clínica de rehabilitación, lograron consagrarla.}

Apuntan los expertos musicales que Amy con su quehacer contribuyó a abrir un resquicio por donde se colaron otras cantantes británicas con educación en el soul y en el reggae, como Lilly Allen, Duffy y la extraordinaria y íntima Adele.

Vaya pues el homenaje de sus seguidores, entre ellos quien escribe, a este àngel raro y excesivamente maquillado con un abundante rimel negro en los ojos que cuando caminaba con sus inmensos tacones retro parecía como si fuera a trastabillar y caer y cuando abría su boca para interpretar una pieza con esa "voz canalla", como muchos la calificaban, daba la sensación de que nos estuviera retando como una amargada maestra de piano inglès, con esa tesitura oscura, inconfundible y ese fraseo ùnico para el soul y el rock.... que en gloria esté la avecilla confundida e insatisfecha londinsense, proclamada por el diseñador Karl Lagerfeld la Brigitte Bardot del siglo XXI... que la paz sea con esta chica judía de barrio, que lleg{o a mirar con mucho asco la vida.

miércoles, 20 de julio de 2011

Londres y encontrar la pieza que falta






Texto y foto: Juan Carlos Rivera Quintana

La ciudad de Londres me recuerda una hermosa canción de Adele, una de mis intérpretes británicas preferidas, que se titula: "Don't you remember" y que en una de sus estrofas dice con melancolía: “¿Cuándo te veré de nuevo. Te fuiste sin despedirte y ni una sola palabra dijiste... ni beso final para sellar cierta grieta. No tenía idea del estado en el que estábamos metidos. Se que tengo un corazón inestable y disgustado y una mirada desviada y una pesadez en mi cabeza. Pero... ¿no te acuerdas? La razón por la que me amaste antes. Cariño, por favor recuérdame una vez más (...) espero que puedas encontrar la pieza que te falta”. Esa urbe es como una gran pasión, una intensidad monumental e inolvidable… de esas que se tienen escasas veces en la vida, como salir a armar un rompecabezas y nunca encontrar la pieza que falta.

Y es que resulta casi chocante llegar a Londres, proveniente de Ámsterdam, un día de mucha lluvia y neblina y tomar un tren rápido que te lleva hasta la Victoria Estation, y en el trayecto ver el campo verdoso y apacible y las casitas todas iguales y modestas que rodean a la urbe y encontrarte, de pronto y casi de imprevisto, en medio de una ciudad imponente, rancia, que rebosa cultura y sofisticación, casi despampanante, con una tempo británico - también llamado la flema british - que recuerda las apacibles novelas de la escritora británica policial, Agatha Christie y su Miss Marple, aquella anciana de una calma e impasibilidad excesivas, residente de St. Mary Mead, un adorable pueblecito de las afueras londinense, que se las ingeniaba para descubrir muchos casos imposibles de desentrañar hasta por los inspectores de Scotland Yard.

Pero Londres es, hoy, calma y bullicio excesivo; serenidad y estrés turístico y hasta un poco de indiferencia y sosiego a orillas del Río Támesis, esa corriente pluvial que atraviesa la ciudad dividiéndola en dos partes y se integra, casi fotográficamente, a la vida cotidiana de sus lugareños y visitantes. Londres alberga a más de 7 millones de personas, de las cuales, más de un tercio, pertenece a alguna minoría étnica. De ahí que en sus calles, veredas y casas se hablen, en este mismo instante, cerca de 300 idiomas diferentes, en tanto la metrópoli contiene casi el 50 por ciento de la población de origen no inglesa que vive en Gran Bretaña, donde se destacan los indios, los negros y los bengalíes.

Y pensar, que durante la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) en la capital londinense las sirenas avisando los bombardeos aéreos enemigos y los apagones eran una constante, como también ver en el espacio a los bombarderos Luftwaffe disparando sobre el East End (barrio al este de la city). Por ello resulta casi una alucinación que una urbe que recibió en sus entrañas la explosión de 27 mil bombas que provocaron innumerables incendios, durante 57 noches seguidas y después, en forma intermitente durante seis meses, hoy sea una de los ciudades de mayor diversidad cultural, más hermosa y arboladas de Europa, con parques tan paradisíacos como el Hyde Park o el St. James’s Park, verdaderos pulmones verdes aislados del ajetreo citadino; el alma y el corazón de Inglaterra con museos, galerías, boutiques de moda, edificios patriarcales, mercadillos, salones de ópera y teatros, estadios de fútbol, conciertos y eclécticos restaurantes para todos los paladares y bolsillos.

De misterios, búsquedas y encuentros

Londres encierra muchos encantos y secretos, que no se pueden llegar a descubrir, y lo digo por experiencia, en un primer viaje de cuatro días. No por gusto cada año vienen a sus rincones buscando acercarse a sus más de 250 museos y galerías de arte (la mayoría con entrada gratuita) y sus 100 teatros con grandes y clásicos musicales y obras de Shakespeare en cartelera permanente casi 30 millones de turistas, flujo económico que según estimaciones oficiales, aporta al país más de 15 millones de libras de esterlinas al año.

Pero para comenzar el recorrido y el proceso de conocimiento de esta ciudad es preciso trazarse una estrategia y diseñar una agenda y no exagero. Hay tantos sitios para ver que es obligatorio organizarse. El West End, la zona más turística, que incluye el Soho; Trafalgar Square; Picadilly Circus; Leicester Square y Regent St. no se puede recorrer en un día. De allí me aventuro a recomendar iniciar el recorrido por el Palacio de Buckingham, donde se puede admirar la grandiosa fachada o visitar las salas del recinto, si están abiertas en ese momento. Después, caminar por el Parque St. James’s, un tranquilo pulmón verde de la ciudad y llegar hasta el Arco del Almirantazgo (Admiralty Arch) y de ahí al National Gallery, uno de los museos más interesantes y concurridos, cuyo origen se remonta a 1838 y a la colección privada de John Julius Argenstein, adquirida por el Estado, en 1824. En sus amplísimos fondos pictóricos europeo – de inquietud enciclopédica - pueden apreciarse invaluables colecciones de pintores del Renacimiento (posee el mayor y mejor depósito de pintura italiana fuera de ese país, con obras de Rafael, Tiziano o Piero della Francesca); pintura flamenca, del siglo XVII, con su joya: “La Venus en el espejo”, del pintor barroco Diego Velásquez y obras de Jan van Eyck; de Goya; una excelente colección de pintores holandeses, donde se destaca Van Gogh (con uno de sus cinco cuadros iguales de girasoles) y Rembrandt, entre otros.

Muy cerca está Picadilly Circus , una visita obligatoria en el centro de la metrópoli. La estatua de Eros, que en realidad representa al Ángel de la Caridad Cristiana y no al Dios del Amor, como muchos creen, es un buen lugar para emprender otros itinerarios, como el Barrio Chino con sus restaurantes más económicos. Quizás tomando el subte es oportuno llegarse hasta la Torre de Londres y el Puente de la Torre, edificios emblemáticos de la ciudad, que no deben dejarse de visitar y desde donde puede divisarse en todo su esplendor el Támesis y los edificios acristalados de oficina y palpar la vida fabril londinense. A escasos metros, la Catedral de San Pablo, con sus arcos medievales, sus cúpulas y sus portones de hierro fundido, que soportaron los bombardeos de 1940 y 41 y se mantienen hoy incólumes al paso del tiempo.

Quizás otro día de recorrido pudiera circunscribirse a caminar por Westminster y el South Bank para admirar el Parlamento y el Big Ben, la Abadía de Westminster (y asistir al oficio coral de la misa vespertina), el templo más imponente de Inglaterra, donde se hicieron los funerales de la princesa de Gales, y cruzar el puente de Westminster y llegar hasta el London Eye, esa atalaya modernísima e impactante (ojo: fóbicos a las alturas abstenerse), desde donde se domina, en 30 minutos, todo el horizonte de la ciudad, con sus cápsulas de vidrio fijas por fuera que permiten una vista de 360 grados de toda la urbe y las mejores fotografías para el ojo entrenado.

Tampoco puede faltar una visita al British Museum que alberga una de las colecciones más famosas del mundo, con más de seis millones de piezas que incluyen esculturas antiguas, pinturas, exquisitas joyas y muchos otros tesoros mundiales que uno se pregunta, a modo de reprobación, cómo es posible hayan llegado a convertirse en patrimonio de los británicos y de qué manera ilegítima llegaron a esas salas museables, lo que recuerda y confirma el pasado colonial de Gran Bretaña. Ojo: no debe dejarse de ver: las momias egipcias, el Partenón de la Antigua Grecia, los toros alados asirios, la Piedra Rosetta, que contiene inscripciones en tres idiomas y ha hecho posible descifrar los jeroglíficos egipcios. También recomiendo la sala africana (con sus máscaras funerarias) y la mexicana, con su joya: la Serpiente Emplumada, que representa al dios principal olmeca, tolteca, maya y más tarde en el grupo de las deidades aztecas, cimientos del panteón de la cultura prehispánica mexicana).

Y si sólo quedara un día o mediodía de recorrido antes de su partida sería bueno visitar Portobello Road, en el afamado barrio de Notting Hill, (con sus casitas pálidas todas muy british, iguales pero disímiles en algún detalle, con pequeños jardines). En ese sitio encontrará la feria de antigüedades más grande del mundo, con más de mil comerciantes y pequeños locales en plena calle cerrada al tráfico. Nada que seguro terminará coincidiendo conmigo: esta ciudad precisa otras visitas y de mucho más tiempo para conocerla. Entonces, regresará nuevamente, es preciso seguir con terquedad mundana como en un rompecabezas buscando la pieza que falta, aunque para nuestro goce no terminemos encontrándola nunca y precisemos regresar, nuevamente, a Londres.

La teoría de la caldera





July 18, 2011·


Por: Yoani Sánchez
La Habana, Cuba.




Los procesos sociales tienen —la mayoría de las veces— una alquimia impredecible. Aunque todavía hay analistas que quieren redactar la fórmula universal del estallido o aquella otra de la calma cívica, la realidad se encapricha en contrariarlos. En Cuba, por ejemplo, se han agrietado los pronósticos de casi todos los optimistas y superado los augurios de las mentes más alucinantes. Tal pareciera que la especialidad de nuestro país es echar abajo las predicciones de iluminados, babalaos, espiritistas y cartománticos. Desde hace varias décadas, hemos despedazado una tras otra las predicciones sobre nuestro derrotero y, especialmente, la repetida profecía de una revuelta popular. Cubanólogos de todas las tendencias han vaticinado, en alguna ocasión, que la Isla está al borde de la fractura y que la gente se lanzará a las calles en cualquier momento. En lugar de eso las aceras están llenas de gente, sí, pero haciendo cola para comprar el pan o los huevos, los consulados atestados de solicitudes para emigrar y hasta las velas de los santeros encendidas para que esta calma chicha no se quiebre con violencia. Quienes esperamos una solución pacífica también nos alegramos de que al menos —hasta ahora— nadie se haya tenido que poner como carne de cañón frente a los antimotines.

En la quimérica fórmula del estallido que algunos desean adivinar se incluye el elemento de asfixiar económicamente a la población para que se alce en pie de lucha. Son aquellos a quienes les gustaría darle una vuelta de tuerca al embargo norteamericano hacia la Isla y cortar de tajo todas las remesas que llegan desde afuera. Según esa hipótesis, los cubanos atrapados entre la espada de las necesidades y la pared de un gobierno autoritario, optarían por intentar derrocar a éste último. Confieso que la sola mención de esta teoría me hace recordar un mal chiste, donde un anciano líder enumera en una entrevista las muestras de resistencia de su pueblo. El autócrata cuenta que su gente ha sobrevivido la crisis económica, la falta de alimentos, el colapso del abastecimiento eléctrico y la ausencia de transporte público. Mientras le explica este rosario de penalidades al periodista, apoya su historia —una y otra vez— con una misma frase “y aún así el pueblo resiste”. Al final, el atrevido reportero lo interrumpe para hacerle una pregunta “¿Y no ha probado con arsénico, Comandante?”.

La tesis de que a nuestra realidad hay que aumentarle la presión económica para que la caldera social reviente se escucha —curiosamente— con mayor frecuencia entre aquellas personas que no habitan el territorio nacional. Algunas de esas voces están pidiendo ahora en el Senado norteamericano que se echen atrás las medidas flexibilizadoras de los viajes familiares a la Isla y del envío de ayuda monetaria aprobadas por Barack Obama. Ven estos puentes tendidos como oxígeno que le entra al gobierno cubano y ocasiona que éste se prolongue en el poder. Según esta aritmética del “prívalos para que reaccionen”, el cambio estaría a la vuelta de la esquina el día que el grifo de la ayuda exterior se cierre por completo. Sólo que en el medio de esa suposición, aún por probar en la práctica, quedaríamos atrapados once millones de personas e igual número de estómagos. Gente que no se lanzó a las calles cuando en los años noventa vieron su plato casi vacío o sus ropas hacérseles jirones sobre el cuerpo. En ese momento de penurias infinitas, la única “sublevación” popular que ocurrió, el 5 de agosto de 1994, tuvo como objetivo el querer salir del país, no el de cambiar las cosas aquí adentro. Estamos tan temerosos cívicamente que la caldera puede llegar a acumular una presión insoportable y aún así la gran mayoría preferirá arriesgarse en una balsa lanzada al mar que enfrentarse a un represor. No es que exista una genética de los pueblos valientes o de los cobardes, sólo que hay métodos y métodos de desarticular la rebeldía social. El que nos ha tocado a nosotros es, sin dudas, eficiente hasta rozar con lo científico.

Para esos politólogos que se acercan más a la física que a las ciencias sociales, bastaría cerrar el flujo de remesas y los viajes de los cubanoamericanos a la Isla, para que algo empezara a moverse en el escenario nacional. En sus deseos de probar tal conjetura, la teoría —claro está— la pondrían ellos y el cuerpo del martirio lo aportaríamos nosotros. Sobre la marcha del experimento y mientras se llega a alguna conclusión, las piscinas en las mansiones de los potentados de verdeolivo no dejarían de tener su suministro de cloro, la Internet satelital de tantos hijitos de papá no disminuiría ni un kilobyte de ancho de banda y la ropa interior de marca de tantos funcionarios no dejaría de entrar —por vías impensables— al país. Sobre la mesa de la jerarquía oficial, ese apretón de la tuerca no se haría sentir. Estarán más bien con las barrigas llenas para gobernar sobre un pueblo que sólo pensará obsesivamente en qué podrá encontrar para comer cada día. La miseria —como ocurre en tantos y tantos lugares— se seguirá constituyendo más en un mecanismo de dominación que de desobediencia.

De ahí que por estas semanas nos sintamos como conejillos de Indias en un experimento de laboratorio que se decide lejos de nosotros. Tenemos la sensación de ser un mero numeral en una cábala tan simplona como peligrosa. Donde el resultado esperado por los artífices de la “teoría de la caldera” es que ésta estalle, sin percatarse que su detonación puede provocar un ciclo de violencia que nadie sabe cómo ni cuándo terminará.