Juan Carlos Rivera Quintana nació en una isla - en Cuba - y un buen día decidió salir de ella a mirar el mundo y buscar otros aires. Él quería alcanzar otros horizontes más personales e intelectuales y decidió construir su propia casa - su islaenpeso - y desde ahí presentar sus inquietudes periodísticas y literarias, sus crónicas de viajes, obsesiones y nostalgias. Acá, en esta geografía, sin mar cercano que lo aleje, se siente totalmente libre.
viernes, 12 de octubre de 2012
Lisboa: la ciudad de las ventanas verdes
Callejuelas
empinadas, patios interiores recubiertos de azulejos pintados, tranvías que
suben escarpadas cuestas rumbo a castillos, iglesias centenarias y pasajes
angostos, todo un ejercicio para conocer la capital y las rutinas cotidianas de
otras villas primadas portuguesas.
Texto y foto: Juan Carlos Rivera
Quintana.
El
taxi, de color amarillo y un colorido dibujo de sardinas en sus puertas,
atraviesa la Avenida da Liberdade, en pleno centro lusitano, y deja escuchar
desde Radio Amália, un fado triste, acompañado por el rasgueo - casi llanto de
una guitarra - y la voz aterciopelada de la Reina del Fado: Amália Rodrigues,
que dice: “Trago fados nos sentidos,
tristezas no coração ,trago os meus sonhos perdidos, em noite de solidão, trago
versos, trago som, de uma grande sinfonia, tocada em todos os tons, da tristeza
e da alegria”. Y tal telón de fondo parece de magia, de encantamientos para
comenzar mi viaje por Lisboa y otras ciudades de Portugal.
Lisboa,
capital de Portugal, se levanta casi discreta y mansa, pero luminosa, colorida
y abierta, a orillas del Río Tejo
(Tajo) aspirando el aire salitroso del Atlántico y surcada por dos puentes
inmensos que desafían la gravedad; uno de ellos: el Vasco de Gama, de 16 kilómetros, todo un alarde de ingeniería que
termina perdiéndose en el horizonte como proclamando a los cuatro vientos que
es el más largo de Europa.
Pero
a Lisboa para sentirla hay que caminarla y perderse en sus callejuelas
realizadas con adoquines de granito gris y blanco o andar por sus veredas, de
artísticos y bellos trazados, y llegarse hasta el barrio de La Alfama, ubicado a los pies del Castillo de San Jorge, entre éste y el
mar, una especie de arrabal humilde, cuna de pescadores, o llegarse hasta el Chiado y Barrio Alto, que representan a
la Lisboa más bohemia y noctámbula, donde se puede escuchar en cada esquina el
tañido de la guitarra y algún interprete popular de fado desperdigando sus
penas, desde un café
Sus
callejuelas estrechas y empinadas (como recordando siempre que la ciudad está
construida sobre siete colinas) inspiraron los más hermosos versos de fado,
pero no están concebidas para autos y mucho menos para autobuses. Ellas fueron
diseñadas para el nostálgico tranvía (el más famoso entre los turistas es el
número 28) que tuve la posibilidad de montar y me dejó cerca del Castillo de
San Jorge, donde se tienen las más impactantes vistas de toda la ciudad, que
baja hasta el río y el puerto, desde la parte alta de La Alfama con sus
escalinatas, recónditos patios y fachadas de azulejos y macetas en los balcones con flores de
estación.
Pero
si llega a Lisboa y no tiene la posibilidad de montarse en el Elevador de Santa Justa, puede decir
que no cumplió con el adagio del posible regreso. Esta mole de hierro fundido,
todo un icono de la urbe capitalina, posee un diseño que recuerda a la Torre
Eiffel, de París y se levanta imponente en la Rua do Ouro. Su altura de 45 metros, posibilita el traslado a
turistas y vecinos a lo alto del barrio de Chiado y se ha convertido en una
verdadera atracción de visitantes foráneos.
De
seguro también deberá recorrer el corazón comercial de Lisboa, que se extiende
entre la Plaza de Don Pedro IV, más
conocida como Plaza de Rossio, y la luminosa y ancha Plaza del Comercio (que termina en el
Río Tajo), bordeada por restaurantes y cafés que ofrecen desde los famosos
pastelitos de nata, emblema gastronómico de Lisboa, hasta todo tipo de mariscos
y peces, preparados con la astucia y los secretos de la cocina lisboeta.
Tampoco puede perderse una visita al popular café “A Brasileira”, un sitio entrañable, ubicado en la 120 Rua
Garret, en la Plaza de Chiado, parte indiscutible de la cultura lusitana. Por
su interior -decorado al estilo Art Decó, con mesas de madera y paredes
forradas de espejos y una inmensa barra de roble - pasaron intelectuales de la
talla de Fernando Pessoa, que ha
sido inmortalizado, en su acera, con una estatua
de bronce y otros habitúes como los escritores Aquilino Ribeiro, Alfredo
Pimienta, el prestigioso educador José Joaquím Pacheco y el reconocido pintor José de Almada
Negreiros.
Una
visita obligada es el barrio de Belém,
ubicado en el extremo oeste de la capital lusa, a media hora de viaje, en
colectivo. Allí llegarse a la Torre de
Belém, con sus almenas en forma de escudo nobiliario y sus estatuas de
santos y ángeles; visitar el Monasterio
de Jerónimos, otra joya de estilo manuelino, que comenzó su construcción en
1501 y demoró un siglo en concluirse, pero donde se puede tener la sensación
andando por sus claustros y patios del poderío portugués y sus excentricidades
arquitectónicas. En su entrada están enterrados el explorador de la India, Vasco de Gama, debajo de la galería del
coro del monasterio, y el poeta Luis de
Camoes, pero sin duda lo más impactante es llegarse a la primera planta del
claustro y estar cerca del monolito-
tumba que con cierto recato y discreción recuerda al poeta Fernando Pessoa. Allí una frase-epitafio de dicho escritor
emblemático, rasgada a cincel sobre la piedra marmórea de color rosa negruzca, yace
firmada por uno de sus heterónimos Álvaro de Campos (1923) y paraliza por su
veracidad. El creador grita a los cuatro vientos con amargura existencial: “No,
no quiero nada. Ya dije que no quiero nada. No me vengan con conclusiones. La
única conclusión es morir”.
Sintra y Cascais: el aire y el mar
puros
De
seguro un buen paseo será montarse en el tren (al valor de 4,20 euros), que
sale de la estación de Entrecampos y que en 36 minutos te deja en la estación
de ferrocarril de la verde Sintra,
una bella villa considerada uno de los centros más importantes de la
arquitectura romántica europea, donde se respira un aire más puro y hay un
microclima más fresco (unos diez grados centígrados de diferencia con la
capital) Dicha urbe serrana - que fuera definida por el poeta Lord Byron, como
“un verdadero Edén” - tiene una vegetación abundante de flores coloridas y
musgos entre las rocas de sus imponentes castillos y palacetes y fue antiguamente zona de retiro de la realeza
lusa. Sintra está ubicada a 29 kilómetros al noroeste de Lisboa.
No en
vano ha sido declarada por la UNESCO como Patrimonio de la Humanidad, en 1995,
pues con tan sólo acercarse al Palacio
Nacional (concluido a finales del siglo XIV), ubicado en el corazón de la
antigua villa, con sus simbólicas chimeneas cónicas, de origen musulmán, que
presiden las cocinas del alcázar o penetrar la Sala de las Urracas, en cuyo
techo se exhiben dibujadas 136 especies de pájaros cada uno llevando una rosa
en su pico y la frase: “Por bem” (por el bien de todo), ya el viajero puede
llevarse una imagen del abolengo de sus antiguos moradores Don Joao I, quien
vivía allí con su esposa Philippa Oc Lancaster. Y por favor, no olvidar la
visita al afamado Palacio Nacional y
Parque da Pena, cuya construcción asentada en el solar de una remoto
monasterio, data del siglo XIX, constituye un extravagante alcázar de raigambre
masónica, legado del príncipe de Sajonia-Coburgo, donde abundan minaretes
árabes, almenas góticas, entre estanques, donde nadan cisnes negros entre
flores y plantas exóticas y lujosos pabellones de caza.
Muy
cerca de Sintra reposa Cascais, ubicada en la Costa de
Estoril, en el punto más occidental de Europa. Dicho balneario, muy ligado a la
pesca, cuya tradición se remonta a ocho siglos atrás, y al puerto con sus
barcazas y bergantines exhibe sus playas de arenas blanquecinas y la tranquilidad
de sus veraneantes. Cuentan que en Cascais tuvo lugar un castigo divino que
muchos lusos esperaban ansiosamente: murió el dictador Antonio de Oliveira
Salazar, quien gobernó con mano de hierro a Portugal entre 1932 y 1968, al caer
de una reposera – manera tonta de morir - mientras tomada plácidamente un poco
de sol y escuchaba algún quejoso fado.
Óbido y Oporto: un contrapunteo
obligatorio.
Rodeada
de una muralla centenaria, la villa fortificada de Óbidos, ubicada en el distrito de Leiria, un valle muy fértil en el
centro de Portugal, a 85 kilómetros al norte de Lisboa, y muy cerca de Caldas
da Rainha (Baños de la Reina), constituye un retablo para turistas deseosos de
sacar buenas fotos sin grandes sacrificios.
Allí puede caminar sus empinadas callejuelas medievales y recorrer las
tiendas de souvenir y cerámica lusa que se ubican desperdigadas por todo el
pueblo o tomarse una buena cerveza, acompañada por una tabla de quesos. Pero lo
mejor del viaje a Óbidos, sin dudas, lo constituye el trayecto en ómnibus y el
paso por varias ciudades de Extremadura, con sus parques de energía eólica y
sus grandes pantallas acristaladas para calentadores solares, que demuestran
cómo se buscan soluciones sanas y alternativas a la falta de combustible y
sobre todo de petróleo. Las gigantes torres blancas con sus dos hélices parecen
molinos de vientos postmodernos en medio de los campos verdes y dan la
sensación de que el futuro se nos avecina, junto a las modernas autovías e
impecables infraestructuras ferroviarias
con que cuenta Portugal.
El Castillo de Óbidos tiene orígenes
romanos y fue recuperado en el siglo XX, después de los destrozos ocasionados
por el terremoto de 1755 que azotó a la nación. Ya en julio de 2007 fue
declarado una de las siete maravillas de Portugal. En su interior existe una
posada que alberga a turistas que deciden quedarse a pasar la noche en la villa
fortificada medieval.
Pero
para llegar a Oporto, (en portugués
Porto) la segunda ciudad en importancia de Portugal, con más de 1,7 millones de
habitantes, ubicada en la desembocadura del Río Duero, si hay que andar
mucho camino y pasar por las ciudades de Fátima, Figueira de Foz, Aveiro y
Coimbra. Recomiendo, entonces, tomar el tren rápido Alfa Pendular o el
Intercidades y recorrer los 300 kilómetros que separan dicha villa de Lisboa.
El viaje es hermoso, de unas dos horas y media, placentero y el confort de los
coches ferroviarios lusitanos convierte el paseo en una verdadera delicia. Por
eso los asombros comienzan desde que llega a la Estación de Trenes de Sao Bento, donde puede admirar los grandes
murales de azulejos blancos y azules, de unas 20 mil piezas, con escenas de la
vida marítima y las contiendas bélicas de la nación, obra del afamado artista
luso Jorge Colazo.
No se
defraudará cuando desande Oporto (también declarada Patrimonio de la Humanidad
por la UNESCO), al poder recorrer sus elegantes barrios y villas señoriales, en
contrapunto con sus estrechas calles, viejos callejones grises, tortuosas
escalinatas y plazas centenarias e imponentes puentes. Dicha ciudad, lindante
con Galicia, España, debe su nombre – por supuesto – al vinho de Oporto, una mezcla rara, pero elegante y seca al paladar
de brandy y vino luso que es preciso degustar, sobre todo si usted – como lo
hice yo - tiene la posibilidad de sentarse, una tarde casi otoñal, en uno de
los cafecitos que bordean una de las riberas del Río Duero y frente al famoso Ponte das Barcas (1806), que se yergue
inmenso y desafiante sobre la ría, surcada por rabelos, esos pequeños
bergantines que cargan en sus entrañas los toneles del afamado vino o brindan
paseos a turistas deseosos de aventuras marinas y fotos desde la otra ribera.
En
dicha ciudad también le propongo visitar por sus impresionantes tallas doradas
y su alarde barroco la Iglesia de San
Francisco, que comenzó a construirse por los frailes franciscanos en estilo
gótico hasta su terminación en 1410; la Catedral
de la Sé, emplazada en el corazón del casco histórico de la urbe y uno de
sus más antiguos monumentos; el Café
Majestic, en la Rua de Santa Catarina 112, toda una joya de la belle époque
y por supuesto la Iglesia y la Torre de
los Clérigos con su famoso lucernario oval y sus atalayas barrocas. Pero, a
no olvidar, uno de los sitios más impactantes, ediliciamente, es la Librería Lello e Irmao, ubicada en la
Rua de las Carmelitas 144, calificada con mucha justicia como la más bonita de
Europa y entre las más hermosas del mundo. Reitero: no puede dejar de
apreciarla porque se perderá algo inolvidable. Sólo que es triste que no dejen
tirar fotos en su interior y obliguen indirectamente a los visitantes a comprar
las fotos estandarizadas que venden en sus vitrinas para tener un recuerdo de
tamaña obra.
La Librería Lello e Irmao, una verdadera
joya arquitectónica, de 1906, presenta detalles modernistas y neogóticos en su
fachada y está atravesada, en su interior, por una curvada y despampanante
escalera roja, que conecta determinados niveles del recinto, diseñado por el
arquitecto Vasco Morais Soares, y se corona en el techo por un vitral
impactante, que recorre todas las gamas de colores posibles, que deja filtrar
toda la luz del día y por momentos parece cegarte de tantos colores que se te
pegan a las retinas.
Después
de regreso a Lisboa seguro podrá asistir a algún espectáculo de fado, de los
auténticos, de esos a los que van a derramar sus saudades y melancolías algunos
cantores desconocidos, en las discretas tabernas del barrio de Alfama y que no han dilapidado su autenticidad, a pesar
de las avalanchas turísticas y los flashes de las cámaras fotográficas, y podrá
seguir andando entre callecitas perdidas, pasadizos con flores, tranvías, un
río tranquilo y janelas (ventanas) verdes.
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