Obra plástica de la pintora cubana Zaida del Río.
Texto: Juan Carlos Rivera Quintana.
“(...) después de la
catástrofe/ viene la vuelta de nuestros muertos/ después de la oscuridad, la
luz flamante. / Salgamos desde el cero/
otra vez,
renovados, al infinito”.
Juan
José Saer, en “El culto del cargo”.
Me
acabo de bañar con las cenizas de mi madre, en un ritual sagrado. O quizás
demoníaco. Recién me eché por encima ese polvillo ocre y amarillento
proveniente de sus huesos, su cerebro y hasta de sus pulmones enfermos y
corazón abatido, cocinado a trescientos sesenta grados centígrados, en un horno
fúnebre que más bien me recordó la entrada al peor círculo del Infierno. Tiré
sus restos – que saqué de una impersonal urna de tierra cocida, entregada en el
cementerio del barrio - sobre mis
hombros, mi espalda y hasta los esparcí sobre mi cabeza intentando, como si se
pudiera, mantener eterna su estirpe, sus genes de gladiadora incansable, de
rebelde y disconforme de toda la vida. Después abrí la ducha y dejé que el agua
corriera tranquilamente sobre mí cuerpo desnudo y la porcelana de la bañera se
cubrió de ese polvo mortecino que sólo dejan los difuntos.
No
usé jabón, no quería otra cosa que revivir aquel olor de violetas frescas que
desprendía su cuerpo cuando era sano y alegre, su cuello largo y delgado, sus
manos batalladoras, su pelo enrulado y castaño oscuro, sus sudores frescos.
Pero sólo percibí un vaho a hollín chamuscado, a leño centenario, a
desconsuelo... a expiración incinerada.
Concluí
mi liturgia y me detuve en el cuarto a mirar su retrato sobre la mesa de luz,
donde se la ve con su falda de rosas rojas y su blusa negra ajustada, con
apenas veinte y dos años y recién llegada a La Habana, con aquellos zapatitos
chatos de baile, forrados de raso negro, los mismos que llevaba a las fiestas
populares para sacarle chispas al salón y concentrar sobre sí todas las miradas
de la noche.
Bien
sé yo que mi madre, Visitación Olay - más conocida por Yaya, como si se hablara
de una herida abierta - nunca fue una mujer común, ni siquiera en el vientre de
su progenitora. Se contaba siempre que cuando
Aparecida, mi abuela, tenía más de cuatro meses de embarazo ya le sentía llorar
en sus entrañas y hasta hubo momentos en que juró que eso que traía adentro
le susurraba lo que debía y no debía hacer.
--Esta será una chiquilla muy juiciosa,
decía con orgullo maternal, mi abuela.
Durante aquel embarazo, Aparecida nunca
sintió predilección por las guayabas verdes, ni los mangos tiernos y mucho
menos por los limones con sal. Sus mayores antojos consistieron en largas
visitas a sus amistades y conversaciones hasta altas horas de la madrugada. Con
ella no valía poner escobas detrás de las puertas ni echar cenizas a la entrada
de las casas en señal de espanta gentes. Por ello, cuando la niña nació fue
bautizada por la comadrona como Visitación, en alusión a la manía de su madre
que era comentada en todo el pueblo. Aparecida consintió en mantener ese nombre
en pago a los buenos servicios de la partera, pero siempre dijo en señal de
desacuerdo que más que un nombre parecía un nombrete y por eso quizás
familiarmente le apodó Yaya a la recién nacida.
Aparecida no era primeriza, ya sabía lo que era
traer hijos al mundo. Visitación iba a ser la cuarta criatura, de una zaga
donde estaban ya Ramón Eusebio, Soledad y Ángela María. No se podía hacer otra
cosa que tener hijos, en medio de aquel latifundio, apodado “La Razabal”, en un
sitio llamado La Grifa, en la provincia de Pinar del Río, en la puntita más
occidental de la isla de Cuba, un pedazo de tierra colorada, rodeado de mar y
diente de perro, de temperaturas calcinantes, atmósfera casi enrarecida y mucha
humedad en la madrugada, donde ni luz eléctrica existía y para alumbrarse había
que prender una “chismosa” de queroseno… un sitio perdido allá donde el Diablo
dio las cuatro voces y nadie las escuchó.
La
tarde del 24 de junio de 1945, Aparecida comenzó a sentir fuertes dolores en la
panza y algunas contracciones en el bajo vientre y pensó que ya faltaba poco.
Días antes, mientras paseaba por el inmenso naranjal, ubicado en el patio de la
casa con techo de guano, le pareció que se orinaba, pero se tocó el pantalón
interior y se dio cuenta que eran puras ilusiones; después sólo sintió unos
feroces puntapiés en la barriga picuda y presintió que el parto no iba a ser
fácil, como los otros. “Esta niña que está por llegar - porque ya presentía el
sexo por la configuración de su abultado estómago - no será dócil, viene
abriéndose camino a las patadas y los codazos, muchos dolores de cabeza me va a
dar esa hija de puta”, se dijo.
La
madrugada del 25 de junio, en que nació Visitación, su madre se incorporó de la
cama y algo raro intuyó, había tenido una
premonición o soñado, no sabía bien, que traería al mundo a una
chiquilla trigueña, de ojos color caramelo-relámpago y piel de nácar, tan
morocha y bien plantada que parecía una amazona o una guerrillera irremediable.
Esto la despertó sobresaltada y pegó un quejido, que se escuchó en toda la
casona tipo chalet, de madera machihembrada, edificada sobre pilotes de
caguairán y otros troncos cimarrones del bosque. El alarido despertó e incomodó
a Armando Olay, su marido y mi abuelo, un pinareño medio bruto y cascarrabias,
semi-analfabeto, proveniente de las vegas de Vueltarriba y Vueltabajo, del
Valle de Viñales; propenso a comer demasiado y con gran talento para la
organización y las cuentas domésticas, que comenzó como cortador de cañas y
terminó con un sembradío del mejor tabaco pinareño. Había comprado aquel pedazo
de tierra, que consideraba una mina de oro, con un dinero que le había dejado
de herencia su padre gallego, del retiro, que España ofreció por
la participación militar en la Segunda Guerra de Independencia, de 1895, contra
los mambises cubanos.
Aparecida era una guajira isleña, natural de Las Catalinas, Guane, Pinar del Río, semi-analfabeta - hija de un turco comerciante y una cubana pinareña, con cara de resignación, ancestros españoles (canarios) y fama de tener ciertos poderes de adivinadora con las barajas de las copas y los bastos. Desde que cumplió los 18 años y se hizo toda una señorita, llamaba la atención por su aire desenvuelto en las casas donde se desempeñaba como empleada doméstica, su locuacidad, unos ojazos color tizón encendido y aquellas piernas larguísimas que parecían no tener fin, que serían la codicia de los viejos propietarios gallegos de feudos occidentales, que soñaban con tenerla entre sus brazos, aunque más no fuera una noche, hasta que el guajiro Armando la conquistó con flores blancas y pequeñas notas de amor, encargadas al letrista del pueblo, por el módico precio de cuarenta centavos.
Después de aquel alarido, Aparecida se paró de la
cama y descubrió que había roto la fuente y todo el colchón se había empapado;
caminó en silencio para no malhumorar a Armando hasta un cuartito al final de
la cocina, donde se estaba quedando por esos días la partera del batey, a la
espera de que alumbrara a la criatura, como había hecho otras veces. Entonces,
sobrevinieron los dolores de parto y gritó cansinamente, pues ya se sintió
manchada de sangre las piernas.
La comadrona sólo atinó a llevarla a la sala, donde
el viejo reloj de pared lanzaba dos campanazos secos, en la madrugada, y a
acomodarla en un gastado sofá de madera y pajilla, pues ya venía saliendo una
cabeza muy grande entre las entrañas de la señora. Afuera llovía copiosamente y
tronaba con furia. Cuando pudo palanquear a la criatura, con las manos y unos pedazos
de sábanas viejas, que ya tenía preparadas, y tiró del cuello para facilitar el
trabajo de parto, una bebé, de 10 libras de peso, berreó y se proyectó hacia el
exterior cual una bala de grueso calibre, como diciendo llegué a este mundo. La
partera trozó el cordón umbilical y comenzó a limpiar a la chiquilla. Se la
mostró a la madre, quien aún sentía como si las tripas le estuvieran saliendo
para afuera. Aparecida la miró con dulzura, como sólo saben hacerlo las madres
generosas y comprobó que era una hembra sana. Le llamó la atención que seguía
pataleando y no dejaba de llorar intentando asirse a los brazos de la
comadrona, como una forma de aferrarse a la vida. La partera, en ese momento,
lanzó una frase premonitoria, que voló por la habitación como ánima en busca de
cobija:
-Señora, esta es más cabezona, que los otros tres,
de seguro será muy inteligente, pero llegó para quedarse y hacer de las suyas
porque no quiere soltarme ni a palos.
Visitación Olay creció fuerte y
saludable entre calderas tiznadas por el carbón de una típica cocina de campo
de Remates de Guane, en la región más occidental de la isla; cercana a los
olores del puerco asado en parrilla, el arroz con leche y cáscara de limón y la
harina con frijoles negros. Y aunque siempre fue una niña sociable y muy dada a
hacer amigos; todos los días, por
problemas de la defensa de su nombre, debía vérselas a los puños o a los
empujones con algunos compañeros de clase.
En una de sus peleas más memorables le
dio un tirón a una negrita marimacho que le arrancó el arete y parte del lóbulo
de la oreja izquierda. Cuando le reprocharon tal conducta, en la escuela del
pueblo, contestó drásticamente queriéndole poner fin a los dimes y diretes:
--Ya le crecerá de nuevo el pedazo que le
arranqué a esa macha fea, pues las orejas de los negros tienen las mismas
propiedades que las colas de las lagartijas, sentenció sabiondamente y con
ínfulas de médica graduada.
En otra ocasión, se subió encima de una
mata de ciruela que estaba al borde del camino, a la salida de la escuela y
esperó a que pasaran dos chiquillos de tercer grado a quien ella le tenía
ojerizas por el mismo asuntito de las burlas con su nombre y les meó las
cabezas y las libretas de clase. No satisfecha con el desquite les gritó:
--A partir de ahora yo seguiré siendo
Visitación Olay y ustedes serán los meados comemierdas de la escuela, y se
lanzó desde lo alto de la rama del ciruelo dispuesta a la pelea.
Los muchachos no pudieron darle su merecido
porque era tan fuerte el olor a orine
que emanaba de sus cabezas que temieron les durara toda la vida. Por
ello corrieron a bañarse en el río y a untarse aguacate maduro y miel de abejas
para borrar los efluvios amoniacales que salieron de la vejiga de mi madre.
Por toda esa niñez de burla y violencia en que
se vio envuelta sin quererlo, creció añorando los momentos de soledad cuando
daba riendas sueltas a su imaginación y se tejía historias en las que regresaba
victoriosa de peleas con animales inexistentes o era capaz de conducir a puerto seguro un barco a punto de zozobrar
por las embestidas de un mar fuerza cuatro para cinco.
Sus padres siempre miraban con algunas
sospechas las largas peroratas de la niña frente al espejo cuando conversaba
con sus muñequitas hechas de tuza de maíz y con los fantasmas de los
antepasados que no conoció y rememoraba pasajes olvidados por todos de la vida
de aquellos.
Yaya, como le llamaba la madre, para
achicarle y endulzarle el nombre, tiene algunas tuercas sueltas en la cabeza,
solía decir Aparecida.
--Esta niña tiene predilección por los
espejos y eso no me gusta. De seguro será puta o bruja, mascullaba el padre con
el tabaco recién torcido por sus propias manos, que colocaba en las comisuras
de los labios.
Aunque habían más hermanas en la casa,
y mucho más atractivas que ella, Visitación tenía un no sé qué en los ojos;
cierto brillo místico en la mirada oscura que resultaba como un imán para los
hombres. Por ello cuando cumplió doce años y ya la punta de los pezones
intentaban salírsele por las blusas del colegio tuvo su primer romance con
Armindo, el hijo del capataz de la finca “La Razabal”.
El muchachón tenía veintiuno y cuando
la veía venir por la vega de tabaco con aquellos vestiditos de piqué claros y
casi transparentes por las diarias lavadas y con sus sandalias negras,
caminando como la paloma por entre la tierra colorada, comenzaba a ponerse
violáceo, el cuerpo le alcanzaba temperaturas elevadas y sentía un cosquilleo
detrás de la nuca y entre las piernas que le hacían perder la compostura en un instante.
Su nerviosismo era tal que se ponía tartamudo y sólo atinaba a mirarle
bobaliconamente y con cara de chivo degollado. Ella se reía feliz de aquello y
cada día ganaba mayores poderes sobre aquel jovenzuelo, nacido en buena cuna.
A Visitación no le interesaba tanto el
romance, ni tampoco el dinero de esa familia, como la posibilidad de tener
acceso a la biblioteca paterna del enamorado. Allí, conoció, por primera vez,
de las aventuras exóticas de Alejandro Dumas, de la fantasía pegada a una nube
de Saint Exupery y del hechizo poderoso de los hermanos Grimm. Por aquellas
lecturas llegó a conocer, como la palma de su mano, la historia del reinado de
Luis XIII, en Francia, los avatares tragicómicos del conde de la Feré, de Du
Vallon, de los caballeros de Herblay y D’ Artagnan; los desconocidos parajes de
Egipto, y el amor sin fronteras de Edmundo Dantes y Mercedes de Villefort.
Un buen día, Visitación no tuvo mejor
idea que empezar a cambiar caricias de su enamorado por libros con el interés
de hacerse de su propia colección. En la medida en que estos escarceos
resultaban más íntimos lograba conseguir los ejemplares más valiosos. Así, por
ejemplo, una edición ilustrada de principios de siglo XX de “El ingenioso hidalgo Don Quijote de la
Mancha”, de Don Miguel de
Cervantes y Saavedra, le costó la primera succión en el clítoris que conoció.
Recuerda que el lugar le estuvo ardiendo durante tres días pues Armindo era muy
penoso, pero no tenía un pelo de ingenuo y ya conocía muy bien, por las idas al
prostíbulo del pueblito y sus “amoríos” con algunas cabras del establo, qué
hacer para ponerle a mil los sentidos y otros lugares del cuerpo. Cierto día
cambió su primera penetración anal por la colección completa de las novelas de
Honoré de Balzac y las de Fiodor Dostoievsky. En aquel momento le exigió al
mozo enamorado la obra de dos autores clásicos pues sabía cuánto estaba dando a
cambio y conocía, por conversaciones entre sus hermanas, escuchadas en la
escogida de tabaco, lo doloroso que era entregar la virginidad de una parte tan
delicada como aquella. Aunque, contrario a muchas predicciones, aquel roce
fuerte y transgresivo entre sus nalgas no le dolió tanto como el día en que
decidió entregar su rosado e intacto
himen al mocetón ansioso que hizo de éste un amasijo de dolores y
sangre.
Para Visitación Olay ya no había marcha
atrás y leía cuanto catálogo caía en sus manos y periódicos llegaban a
Vueltabajo buscando las novedades literarias y tener una mayor información de
la vida. Ese afán de curiosidad, de abrir puertas y penetrar en mundos
desconocidos del saber le fue construyendo una mirada propia y distanciando
intelectualmente, a su vez, de la familia, sobre todo de las hermanas cuya
única aspiración consistía en casarse con un guajiro trabajador y mandón y
tener un rancho, repleto de hijos. Pero ella se decía que no podía tener un
destino tan triste como ese, que podía aspirar o al menos intentar cambiar ese
destino irremediable.
Pero sus sueños siempre tuvieron una meta: La Habana, la
placa, como le gustaba decir en alusión a las calles asfaltadas de la capital
que sólo conocía por algunas fotos que le mostró, en una oportunidad su
padrino. Fue a él a quien le pidió, en cierta oportunidad, que le buscará una
carta de recomendación para trabajar de institutriz en la ciudad y poder salir
de la tierra colorada.”Yo no nací para esto, padrino. Lo mío es tener
independencia, trabajar de lo que sea, poder comprarme un televisor y una
nevera donde pueda tener limonada bien fría en el verano, leer buenos libros a
la luz de una lámpara eléctrica y no de una “chismosa” de kerosén que me acaba
los pulmones, bailar en un bonito salón y pasear por un céntrico parque de la
ciudad”, le dijo con absoluta convicción.
No tuvo que esperar mucho tiempo. A los
tres meses y después de un largo viaje en un tren lechero, llegó a la ciudad.
En la cartera llevaba una carta de recomendación para trabajar en la mansión
del Licenciado Valdés Figueres, dueño del único instituto meteorológico de la isla y una de las figuras más maltratadas por la opinión pública de la capital por sus continuas pifias meteorológicas. Fue
este “experto” quien predijo que el
ciclón de l946 pasaría a 90 kilómetros de la capital y no había terminado su
discurso meteorológico massmediático
cuando la antena de la famosa estación de CMQ empezó a moverse y terminó por
caer en plena calle vedadense. A los veinte minutos el huracán, con rachas de
l80 kilómetros por hora, hacía un lazo en toda La Habana y dejaba a más de 2
mil familias sin techo y al amparo de Dios.
Visitación llegó a Nuevo Vedado, donde
vivía la aburguesada familia, con una
pequeña maletita con sus dos mejores
mudas de ropa y una caja con sus más “costosos” libros e inmediatamente comenzó a cuidar a los tres
hijos del acaudalado matrimonio: una pequeña niña con ínfulas de bailarina
clásica y cuerpo y alma de rumbera de
conventillo, un tímido muchachón de casi
14 años con un incipiente acné juvenil en el rostro y las manos callosas de
tanto masturbarse encerrado en el baño, y un pequeño gordito, de seis años y
ademanes muy suaves. Si bien la vida en la mansión no fue una panacea, allí
aprendió que la discreción y la
hipocresía son armas en las manos de los seres humanos. Cuánto no habrá visto
dentro de aquella familia arribista, deseosa de escalar los mejores salones de
la sociedad habanera. Cómplice y tumba fue de la señorita de la casa, a
quien le gustaba hacerse la fina y
decente en los salones y todos los días cambiaba de marido, a escondidas de los
“despistados” padres. Con ella conoció de todos los ardides de que se valían
los ricos de la ciudad para casar bien
casados a los hijos y utilizar, luego,
hasta la bendición de la iglesia. Días antes, de la boda de la niña de
casa, Visitación tuvo que acompañarla a un cirujano famosísimo, especializado
en suturar los hímenes rotos de todas las señoritingas de La Habana para
hacerlas pasar por vírgenes ante los
embaucados novios.
Si algo disfrutó, sobremanera, fue su quehacer
como “manejadora” del mocetón lujurioso de la mansión. A él le enseñó -- con toda la imaginación que
la caracterizaba-- casi todas las posiciones amatorias existentes,
transformándolo en uno de los mejores
partidos sexuales de la ciudad. Por supuesto, se guardó de mostrar algunas (las
más excitantes) para que sólo fueran de su propiedad exclusiva. Al más pequeño
de la familia, concentrado únicamente en la lectura y en jugar al ajedrez, le
recomendaba los mejores libros de narrativa y poesía contemporáneas y luego
ambos comentaban sus impresiones acerca de las lecturas. A este chiquillo,
llamado Adonis, de una belleza casi femenina, gestos afectados y gustos muy
sospechosos, le desarrolló el ejercicio del criterio convirtiéndolo en uno de
los más recomendados y temidos críticos de artes de la capital.
Pero el porvenir de Visitación no
estaba en esa mansión como institutriz de aquellos “culicagados”, como ella les
llamaba cuando era víctima de algunas de sus travesuras. Cuando pudo hacer
sus ahorros se compró una casita propia en
un barrio de Marianao, en la periferia y nunca más volvió a Nuevo Vedado. A
partir de ese instante su existencia transcurrió entre altares repletos de
santos, copas de agua fresca para aclarar los destinos, espejos y cartas
españolas. Sus poderes mentales e intuición para analizar el presente, predecir
el futuro y recomendar hierbas naturales con principios activos curatorios le
granjearon el respeto de sus allegados en el barrio de Buena Vista, quienes no
tardaron en comentar sus dotes como
sibilina y curandera. Considerada la más certera espiritista,
cartomántica y brujera de La Habana, su vivienda siempre estaba repleta de
personas de los más variadas clases sociales; allí se daban cita desde un
sepulturero cornudo hasta un embajador impotente y un político chanchullero.
A su casita blanca y pulcra, de dos ambientes,
ubicada en el barrio de Buena Vista, acudían de todas partes del mundo para
deshacer matrimonios y solidificar uniones, apaciguar conflictos amorosos y
avivarlos, conseguir visas para viajes al exterior, consultar en relación con
enfermedades incurables, deshacer maldiciones, gualichos y hasta limpiar y
alumbrar un camino. Su fama alcanzó niveles insospechados cuando se rumoró que
fue capaz de hacerle olvidar, de un día para otro, a un caudillo tropical su
adición por los puros Habanos que se remontaba a la adolescencia, con sólo una
rogación de cabeza, y una limpieza con un huevo de pato y tres ramas de
paraíso, arrancadas del patio de la casa. Los enemigos decían que a partir de
este momento el líder dejó el vicio de fumador empedernido, pero adquirió el
hábito de no escuchar a sus seguidores. Ella se excusaba diciendo que, quizás,
al sacarle los humos de la cabeza, éstos se le refugiaron en los oídos
entorpeciéndole la audición. Pero, lo que realmente la convirtió en un suceso
nacional fue cuando, por medio de unos rezos y cocimientos que preparó con el
auxilio de Nitza Villapol, una popular cocinera televisiva, erudita en platos
para los pobres, cuya base principal era el plátano microjet, consiguió una
firma de acuerdos entre dos gobiernos a punto de una guerra por una disputa
territorial de los tiempos de Maricastaña.
A pesar de su consagración a hacer
feliz a los demás y quizás por todo el tiempo que ello le exigía, nunca
consiguió pensar en sí misma y en su propia felicidad. Vivió deseando tener una
familia numerosa y sólo logró quedar embarazada dos veces, aunque hizo todos
los intentos a su alcance, desde las posiciones amatorias más inimaginables
hasta una sarta de brebajes intomables que ingirió, recomendados por otros curanderos
tan famosos como ella. Tampoco pudo estabilizar – de joven - una relación más
allá de los primeros encuentros y se pasó la existencia conociendo y
enamorándose de hombres de las más variadas estirpes que, posteriormente, se
marcharon buscando la paz que no conseguían.
En cierta ocasión, logró “amarrar” a un
hombre a su lado. A José María le conoció en el Parque de Los Cocos y fue un
amor a primera vista. El mulato tenía todo lo que el médico le había recetado a
ella para combatir los dolores en los huesos que le aquejaban: cuerpo musculoso
y mirada de tigre al acecho, manos de albañil y lengua de toro salvaje, cultura
solariega y dientes tan blancos como la leche condensada rusa. Y de lo otro, ni
hablar. Su miembro violáceo y punzante la colmaba hasta el punto del
sangramiento vaginal. Por ello Visitación disfrutaba cada encuentro como si
fuera el último porque presentía que Dios no podía crear un ser tan agraciado,
que le duraría poco y terminaría por joderse aquella relación cuasi perfecta.
Muchas veces, delante del espejo del
cuarto, decía eufórica: “¡Algo bueno me tenía que tocar en la vida, coño!” Y
corría oronda y sonriente a bañarse con flores blancas, mejorana, abrecaminos,
vencedor y otras hierbas para el mal de ojo y las malas mentes. Pero, como todo
en la vida es finito, una noche llegó, sin previo aviso, a casa de José María, el mulato hecho a mano
- como ella le apodaba - y sin tocar a la puerta se asomó por la ventana y cual
no sería su sorpresa y decepción: el tipo estaba, en una pose bastante
comprometedora con otro hombre y lanzaba unos bufidos orgásmicos que nunca le
escuchó ni en los mejores momentos de sus enfrentamientos carnales. A
Visitación no le molestó tanto que el
tipo fuera maricón como que gritara más satisfecho por lo que le hacía otro que
por lo que hizo con ella y sintió unos celos enfermizos que le duraron casi
cinco años.
A partir de este momento, se impuso –
aunque sabía que faltaría a su promesa - olvidarse del sexo y consagrarse a
tiempo completo a mejorarle la vida a los necesitados. “Yo soy como la madre
Teresa de Calcuta”, decía con una sonrisa amarga a flor de labios para darse
terapia ella misma. “De seguro, cuando muera muchos escribirán al Vaticano
pidiendo mi canonización y el Sumo Pontífice me pondrá en un altar para
siempre, rezará por la paz de mi alma en el paraíso y hará hasta imprimir unas
estampitas con mi efigie”. Después mascullaba, entre dientes: ¡Santa Visitación
Olay, sin pecado concebida! y pegaba una carcajada más cercana al demonio que a
los ángeles celestiales.
****
Creo sentir todavía el golpeteo
acompasado del enfisema en su espalda y el esfuerzo con que, en los últimos
tres años de su vida, respiraba mi madre. Sus pulmones minados por el
crecimiento acelerado de muchas células enfermas ya no dejaban entrar y salir
el aire limpio y se asfixiaban en medio de una escaramuza perdida por seguir
cumpliendo sus funciones capitales. El alquitrán y el asbesto de los
cigarrillos que se llevó a su boca durante tantos años habían hecho de ese
órgano vital una argamasa casi impenetrable y necrosada a punto de tener que
recibir oxígeno dos veces al día por sus ahogos irremediables. Pero Visitación
se lo tomaba con tranquilidad y paciencia. Solía decir que era otra prueba que
le ponía delante la vida y se sentaba en la escalera a tomar el aire tórrido
del mediodía insular olvidándose de sus ahogos y cuando alguien le preguntaba
qué le pasaba respondía socarronamente:
-- Son calenturas menopaúsicas, a mi
edad ya comienzan esos rubores malsanos que te recorren desde la punta del dedo
gordo del pie hasta el último pelo de la cabeza… es que la máquina comienza a
desgastarse, y se reía con malicia a sabiendas de cuál era verdaderamente el
mal incurable, que le aquejaba: un cáncer de pulmones que acabaría por matarle
ineluctablemente.