jueves, 8 de enero de 2015

Puta costumbre


Obra del artista plástico australiano Paul W Ruiz.
 

 

“Después de cada guerra alguien tiene que limpiar.

No se van a ordenar solas las cosas, digo yo.

Alguien debe echar los escombros a la cuneta

para que puedan pasar los carros llenos de cadáveres”.

 

Wislawa Szymborska, en: “Fin y principio”

 

 

 

Como un humo, una voluntad de perpetuidad se salvan aquellas palabras,

                                                            (que escondo dentro del placard)

Rebotan como una crisálida deshecha contra los tímpanos-sordos

Trazan una ralla negra contra las paredes blancas del patio escarchado

Donde mi perro tirita de frío, ladra su celo con sinfonías atonales

y los salmos religiosos de mi tía solterona se escabullen dentro de mi cabeza.

Puta costumbre aquella de no querer escuchar, ni en los peores insomnios/

en aquellos cuando mi masa cerebral se derrite como la esperma de una vela/ contra la mesa de luz de esa pequeña cárcel, con baño y bidet, donde hemos decidido - Ojo alerta - esperar a que la contienda pase y… deje de diluviar.

El otro – que también se llama como yo- ha empezado a desconocerme dócilmente/ Me copia cada día al levantarme, se tapa la boca al bostezar,

no eructa, busca el mejor dentífrico para blanquearse los dientes y se ducha religiosamente después de hacer el amor apáticamente/. 

Se afana en vestirse con mis ropas, en conservar mi moderación

y se entrena para hablar con el mismo acento neutro de los sin fronteras.

Luego se ríe escandalosamente por su ingeniosidad

y adopta hipócritamente igual corrección política.

Cada tanto le oigo decir como si lanzara una pedrada:

“hasta aquí llegó la vida”, en son de advertencia y desapego.  

Después como un humo, una exhalación sueña con el peso de su culpa,

que es la mía - ardiendo en un brasero apagado,
 
ahogado en un río repleto de camalotes mustios
 
y entonces recuerdo ese coraje de náufrago con que me parió mi madre,
 
junto a aquellas bendiciones de mi abuela cuando pensaba que ya
 
no hablaría irremediablemente como el resto de los chicos de mi edad. 
 
 “¿Introvertido o mudo?, se preguntaba ella y me daba aceite de hígado de bacalao
 
para enjuagarme las cuerdas vocales y sacarme alguna palabra,
 
pero sólo conseguía una mueca de asco/ una aversión,
 
un sudor en el labio que todavía me dura
 
cuando debo ingerir algún fármaco o recibo una negativa por respuesta.